Recuerdo con cierta escéptica nostalgia una conversación de cuando era pequeña en mi colegio de Sabadell a finales de los años setenta. "¿Tú quién eres?", nos pregunta una amiga a las que formábamos el típico círculo de chicas en el patio. "Una persona", contesto yo. "Una mujer", responde otra niña. "Pero, entonces, ¿tú no eres una mujer?", insiste mi amiga. "Sí, soy una mujer, pero primero una persona", le digo. "¿Y eres catalana?" "Claro". "¿Y del Barça?" "Por supuesto, pero después, del Sabadell", contesto yo. Mi amiga me mira entre asombrada y divertida. "Y entonces, ¿quién eres tú?" "Una persona". Yo me sentía (en un clarísimo orden interno y subjetivo) primero una persona y después una mujer, primero del Barça y después del Sabadell. Otras personas tienen sus propios órdenes. Pero pertenecemos a muchas más categorías que complejifican nuestra vida diaria y la convivencia en comunidad.
Este recuerdo me ha hecho pensar a lo largo de los años en mi reiterada defensa del “ser una persona”, sobre todo cuando la identidad ganó centralidad en el corpus ideológico de nuestra época. En gran parte debido a la globalización, que nos obligó a aferrarnos a los elementos que nos definen, culturales y sociales, ante el miedo a desaparecer como comunidad; pero también como consecuencia de la obligada mixticidad de ciudades y pueblos, receptoras de migrantes y recién llegados, que han cambiado radicalmente la fisonomía de nuestro país. Con ellos llegó el trabajo y la innovación, pero también nuevas culturas, familias, creencias... y el miedo y desconfianza, a veces el odio. Ahora somos más ricos, indudablemente, pero también más distintos. Y en esa diferencia y la desigualdad que conlleva está el quid de la cuestión.
Nuestra identidad se compone de dos dimensiones, la individual y la social, estrechamente relacionadas. En los años setenta, los psicólogos Tajfel y Turner la conceptualizaron como aquella parte del autoconcepto que deriva de nuestra pertinencia a uno o más grupos sociales y del significado emocional y valorativo que hacemos de ello. En el fondo, el objetivo último de la identidad social es maximizar la autoestima. Y esto lo conseguimos identificándonos con todos aquellos grupos a los que pertenecemos (grupo político, de deportes, de amistad), intentando que sean valorados de forma positiva en comparación con otros grupos. Por eso la categorización es un elemento importante, puesto que nos sirve para simplificar y ordenar la realidad social. "Nosotros somos de Sabadell y ellos de Terrassa", por poner un ejemplo lúdico de la rivalidad entre las dos ciudades vallesanas. Tenemos tendencia a dividir el mundo social en dos categorías separadas: nuestro endogrupo (nosotros) y varios exogrupos (ellos). Este proceso construye nuestra identidad social, haciendo más sencilla nuestra percepción al poner fronteras entre nosotros y ellos.
El siguiente gran elemento de la identidad es la comparación social. Nos comparamos constantemente con los demás y lo perverso es que la comparación no solo implica ser diferente, sino que requiere ser mejor. La consecuencia de esta búsqueda de superioridad es la competición por una identidad social positiva cuanto más diferenciada de los demás, mejor, para que nuestro grupo pueda salir beneficiado.
En último lugar, quiero destacar la despersonalización, que emerge cuando una persona se categoriza a sí misma dentro de un grupo y deja de percibirse como única y diferente y pasa a considerarse igual que el conjunto de personas miembros. Y cuanto más se le parezca, mejor, porque conseguirá más puntos en el ranking de prestigio.
Con este cóctel de procesos psicológicos, los resultados nunca son del todo previsibles. Observamos el crecimiento de la extrema derecha utilizando al máximo todos estos mecanismos de despreciación de los demás, pero también la emergencia de nuevos movimientos empoderadores, como Black Lives Matter o Me Too. Como decía el Dr. Munné, catedrático de Psicología de la UB, las personas son ordenadas y caóticas al mismo tiempo, por lo que los procesos de identidad social mantienen cierta impredictibilidad.
Resulta fundamental diluir las fronteras entre grupos, desdibujarlas, buscar objetivos comunes y alianzas para un bien superior. Siempre queremos ser la identidad ganadora, pero debemos contemplarlo con cierta distancia descreída. Por suerte, podemos hacer comparaciones positivas con otros grupos sin discriminarlos negativamente. Y el toque mágico lo acaba de dar un estudio del biólogo Alfonso Martínez Arias según el cual la identidad no está en nuestro ADN. Al final resultará que era cierto que todos los seres humanos somos iguales.