Un adolescente mirando las redes sociales.
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Australia acaba de convertirse en el primer país del mundo que prohíbe el acceso a las redes sociales a menores de 16 años. El diagnóstico está claro: las redes sociales mayoritarias se han convertido en tóxicas porque sólo buscan el lucro a cualquier precio, aunque sea a costa de la salud física, mental y relacional de quien las utiliza. Lo que rechazamos es el modelo de negocio, basado en la adicción y la explotación de datos. Y ahí está el error australiano: en lugar de atacar ese modelo gravitatorio que atrapa a los usuarios, han expulsado a los propios usuarios.

En nombre de la protección, la medida ha generado una fuerza centrífuga del todo esperable: en lugar de limitar el uso digital, la ha distribuido. Las descargas de apps alternativas y foros anónimos se disparan. Los primeros datos muestran que millones de adolescentes se han visto abocados a plataformas minoritarias y menos reguladas, lugares donde el control es inexistente y los riesgos tal vez sean mayores. Roblox y Discord siguen en marcha para que el gaming no se ha incluido en la prohibición. Los adolescentes también han entrenado sus habilidades hacker desafiando los diferentes sistemas de verificación, generando cuentas falsas o utilizando VPNs.

Hay colectivos especialmente vulnerables a esta dinámica de expulsión, que afecta mucho más a las chicas que a los chicos. Para los jóvenes con discapacidades o pertenecientes a minorías LGBTIQ+, las redes sociales habían sido durante años el único espacio en el que encontrar iguales, apoyo, referentes y pertenencia. Cortar de repente el lugar de socialización que han conocido durante años genera desorientación y, sobre todo, rompe la confianza hacia las instituciones que deberían velar por ellos. La transición digital de los adolescentes necesita acompañamiento, no centrifugación.

La prohibición, al menos, está sirviendo para dos cosas: por un lado, para estimular la competencia y cuestionar la hegemonía de las grandes plataformas. Por otro, para acelerar la implementación de infraestructuras de identidad digital (como myID), que están en la agenda del gobierno desde hace tiempo. Esta prohibición es una prueba piloto a gran escala que convierte a millones de adolescentes en sujetos de un experimento tecnológico. El caso de uso perfecto.

En definitiva, el camino difícil es construir alternativas en lugar de prohibir. ¿Qué pasaría si apostáramos por crear espacios digitales sanos, sin algoritmos adictivos, sin publicidad depredadora? Las complejas soluciones requieren debate, escucha activa y voluntad de transformación profunda. Los adolescentes merecen ser parte de esta conversación, así como las empresas del sector con una voluntad responsable. Lo que necesitamos no son experimentos centrífugos, sino un compromiso real para rediseñar los espacios digitales desde la base: con transparencia, participación juvenil y un modelo que priorice el bienestar por encima del beneficio. Sólo así vamos a construir entornos digitales seguros y saludables. Aprendamos del zarandeo para reclamar las redes sociales que nos merecemos: espacios digitales donde conectar con quien nos importa, dónde compartir, respetarnos y cuidarnos mejor.

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