Hacer el esfuerzo de no aprender catalán

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El señor Meyer y yo nos conocimos a la puerta de la escuela. No hablaba ni catalán ni castellano. Nos entendíamos un poco en inglés, pero, sobre todo, cuando teníamos que decirnos cosas –se tiene que pagar el regalo de las monitores de comedor, se tiene que firmar la autorización para la salida del martes, ¿cómo estás?– su hija mayor le hacía de intérprete. La niña tardó un curso en entender la mar de bien el catalán y el castellano, aparte del inglés y de la lengua propia, que es el alemán. Pasó lo mismo con la niña mayor de la señora Zhào, dueña del bazar del pueblo de al lado. Desde siempre es su hija mayor la que contesta las preguntas sobre dónde están las cosas en perfecto catalán. En la escuela pública donde mi hija hizo la primaria ha habido muchos niños venidos de muchas partes del mundo. Algunos de los padres lo primero que hicieron fue aprender catalán y querer que los hijos lo aprendieran. Una de estas madres, la señora Rafiq, un día me dijo: “Es que después de dos años viviendo aquí es más esfuerzo no aprender catalán que aprenderlo”.

Partidos políticos que en Catalunya no se comen un rosco, con plataformas que tienen menos socios que el club de petanca de Sant Kevin de Vallfosca, establecen una realidad que no les da la realidad de las urnas. Y he aquí que una sola familia con un solo hijo dictaminará, gracias a los jueces, cómo se tienen que dar las clases de parvulario en un pueblo. Mañana quizás irán al juzgado, quién sabe, porque los niños tienen demasiados deberes, o demasiado pocos, o porque tal maestro va con bermudas o porque las matemáticas son demasiado difíciles o demasiado fáciles o porque se hace inglés pero no francés. No es que quieran más castellano. Saben perfectamente que castellano hay bastante, o los niños saldrían sin hablarlo y escribirlo. Lo que quieren es que la hija pequeña de la señora del bazar y el hijo pequeño de la señora islandesa, así como la señora Rafiq, no hablen el catalán con esa naturalidad, gracia y alegría de ahora.

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