España (y Catalunya) frente al espejo: ¿democracia o autoritarismo?
En How Democracies Die (2018), dos politólogos de Harvard, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, sostienen que las democracias hoy no mueren habitualmente por golpes de estado militares que abolen elecciones y sustituyen en masa a los funcionarios existentes, sino socavadas desde dentro del sistema, utilizando técnicas en apariencia compatibles con el estado de derecho y con la democracia. En la mayoría de los casos, existe una progresiva disfunción de las estructuras democráticas. El declive es gradual, a menudo encubierto por una apariencia de legalidad: reformando las instituciones públicas para hacer su funcionamiento menos transparente; alineando a los tribunales con objetivos represivos; agrandando los poderes del ejecutivo con el pretexto de la emergencia o la seguridad nacional, reduciendo el papel crítico de los medios o de las entidades civiles para eludir el escrutinio y la responsabilidad pública. También, en muchos casos, intimidando o criminalizando a la oposición política con el objetivo de deslegitimarla o ilegalizarla, eliminando la libre competencia democrática. Efectivamente, una de las observaciones cruciales de Levitsky y Ziblatt es que las tendencias autoritarias a menudo se identifican por la normalización de patrones institucionales que subvierten la razón de ser, el espíritu, de la legalidad existente y restringen la libertad de expresión política. Las fuerzas políticas antidemocráticas –y esa es la clave– actúan desde dentro del sistema por medios aparentemente legales. Por eso, la autocracia y el lawfare son muy difíciles de denunciar y combatir, especialmente cuando afectan a grupos estructuralmente subordinados con dificultades para denunciar vulneraciones de derechos humanos desde dentro de un sistema social e institucional hostil. No existe un gran momento dramático de regresión, sino un retroceso o erosión gradual de la democracia que se transforma en autoritarismo cuando el sistema aparece desprovisto de garantías para los derechos humanos que justifican su legitimidad, especialmente por los derechos políticos de minorías y opositores.
En su breve parlamento una vez investido como 133º president de la Generalitat de Catalunya, el Sr. Salvador Illa destacó que se ha preservado "el normal funcionamiento de las instituciones". Este pronunciamiento refleja precisamente el grado de normalización de patrones peligrosos que conducen a la quiebra de la democracia. El president Puigdemont, que el jueves regresó a Catalunya después de un duro y combativo exilio político de más de siete años, no pudo ocupar su escaño en el Parlament, como era su voluntad. No se respetaron sus derechos ni su inmunidad parlamentaria como diputado electo, facilitándole el acceso al sitio de reunión. En lugar de eso, un excepcional y desproporcionado dispositivo de los Mossos d'Esquadra impidió su regreso como ciudadano libre, que es la forma en que se lo ha tratado en Bélgica, Francia o Suiza. Que fuese recibido institucionalmente como si su regreso fuera una amenaza para la seguridad nacional o se tratara de un criminal es la verdadera excepcionalidad. Una ignominia, de hecho. Como jurista y abogada entiendo que los funcionarios obedecen a órdenes, en este caso del juez Llarena. Sin embargo, lo verdaderamente delictivo es prevaricar, y no organizar referéndums de autodeterminación, o recurrir a una justicia extranjera que siempre ha negado su extradición porque, como estableció claramente la decisión del Comité de Derechos Humanos de la ONU en el caso Puigdemont vs. España, nadie debería verse obligado a exiliarse por defender derechos políticos esenciales en una democracia. El juez Llarena deja de ser una autoridad cuando prevarica y se niega a ejercer su función básica: aplicar el derecho vigente –la ley de amnistía– de forma imparcial al president Puigdemont, en clara contradicción con la letra y el espíritu de la norma. Quizás se vería más claro con una analogía: si el rey se negara a firmar una ley aprobada por el Parlamento español (un acto debido y no sujeto a discrecionalidad), ¿seguiría siendo el rey o estaríamos ante un golpe de estado? ¿Son legales y deben obedecerse las órdenes de un juez que no cumple las reglas básicas de la función judicial, se salta las leyes y persigue a políticos disidentes? Diría que no, porque obedecer órdenes ilegales es el paso necesario en el viraje hacia el autoritarismo contra el que tanto ha luchado el president Puigdemont desde el exilio.
Históricamente, la obediencia ciega a autoridades que prevarican ha abierto la puerta al fascismo y al autoritarismo. Precisamente hace pocos días un artículo de opinión en la revista Newsweek ponía el ejemplo español como caso que muestra la peligrosa deriva de jueces autoritarios a negarse a aplicar las leyes promulgadas por Parlamentos democráticos. Recordemos que los jueces no han sido elegidos por el pueblo, y de ahí que su función sea aplicar imparcialmente de forma competente las normas jurídicas. Sin división de poderes efectiva tampoco existe democracia y el poder se ejerce de forma arbitraria. En ese caso, la desobediencia civil es legítima y un deber moral para los activistas y defensores de los derechos humanos.
Muchos hoy tienen interés en presentar el regreso del president en clave de improvisación absurda, de rabieta política para alterar o subvertir la decisión (nefasta, en mi opinión) de ERC de promover la investidura del candidato de un partido que ha incentivado activamente una represión gravísima de los derechos civiles y políticos desde octubre del 2017, que empujó al 130º president de la Generalitat al exilio, y de la que en estos momentos no ha habido reconocimiento ni reparación. Será difícil pasar página cuando se ha pacificado y se han promovido agendas de reencuentro vía sumisión y no reconocimiento y aceptación del derecho a la autodeterminación de Catalunya. El sentido del retorno del president Puigdemont en este momento es perfectamente coherente con su determinación a la desobediencia a reglas injustas, a confrontar al estado para reclamar sus derechos y los de sus electores, denunciando su vulneración y los patrones autoritarios persistentes en España representados claramente el jueves en la activación del operativo Jaula. La que está cada vez más enjaulada es la democracia, que no es la tiranía de la mayoría, sino que exige el respeto a los derechos fundamentales. No es el hecho de que el president esté ahora mismo en su residencia habitual belga lo que debería resultar humillante por el cuerpo de los Mossos d'Esquadra. Lo verdaderamente humillante habría sido obligar a los agentes a la detención arbitraria del 130 president de la Generalitat. De vuelta a la Europa libre nos ha ahorrado a todos los ciudadanos independentistas la doble humillación en un solo día. Ni él ni los mossos ni nosotros nos merecíamos la imagen de una derrota de los derechos humanos ante la tiranía judicial.
Tampoco nadie puede ignorar que la investidura del candidato Illa como president de la Generalitat ha estado profundamente marcada por un largo período de política represiva y criminalizadora del movimiento independentista. Una política que ha llevado a la cárcel o al exilio a los oponentes políticos, que ha legitimado el espionaje, deshumanización y amenazas a los representantes que, como el propio president Puigdemont, no se han rendido y han continuado confrontando al Estado y denunciando la represión desde el exilio. De hecho, a lo largo de este período, se ha asumido el bloqueo a la investidura de candidatos independentistas que han ganado elecciones y han sido arbitrariamente encarcelados (no es mi opinión: así lo han establecido organismos de la ONU esenciales para garantía de los derechos humanos, como el Comité de Derechos Humanos). También se han considerado normales elecciones como las del 12 de mayo, pese a que uno de los principales candidatos independentistas, el president Puigdemont, tuvo que hacer campaña desde fuera del Principat debido, precisamente, a la represión. ¿Habrían sido los mismos resultados si todo el mundo hubiera competido en condiciones de igualdad? No lo sabemos. Pero la democracia se convierte en puramente nominal cuando se banaliza la precariedad de los derechos políticos de candidatos criminalizados por haber promovido un referéndum de autodeterminación. Esta es la principal subversión del sistema: considerar que los derechos son privilegios y reducir la democracia a la contabilización de votos, sin un escrutinio profundo sobre el rol de los poderes fácticos.
Todos los demócratas, independentistas y no independentistas, deberían alarmarse y denunciar esta persecución judicial insólita, y también el hecho de que el jueves la investidura de un president de la Generalitat tuviera lugar en un Parlamento bunkerizado para evitar el ejercicio legítimo de sus derechos, en representación de sus electores, al diputado y president Carles Puigdemont i Casamajó. Solo una sociedad que ha internalizado patrones antidemocráticos entiende que el jueves hubo normalidad institucional. Y es particularmente chocante que gente que se dice de izquierdas e independentista ridiculice el intento del president de ejercer sus derechos políticos o que le aconsejaran que no valía la pena que viniera a ejercer sus derechos, normalizando el riesgo de detención arbitraria.