Espejo roto
Hay almas sensibles, como Emily Dickinson, capaces de atrapar los matices de las emociones, del éxtasis a la agonía. "Después de un gran dolor, viene un sentimiento / concreto / los Nervios se sientan con ceremonia, / como Tumbas, / El Corazón, envarado, se pregunta si fue / él quien lo soportó / Y si fue ayer o hace muchos Siglos".
La mayor parte de los abusos sexuales en el seno de la Iglesia católica mortificaron a criaturas que, hoy, rondan los sesenta. Salir del armario –de la sacristía o del confesionario– no les ha sido fácil. Unos han optado por performar el dolor, haciéndolo público. Otros lo han desnudado en el comedor de casa, en zapatillas, con una mezcla de tirantez y alivio. "Ésta es la hora de Plomo / Recordada, si se sobrevive / Tal y como los congelados evocan la nieve / Primero —Calma— después —Estupor— / después la Liberación".
La mayoría, sin embargo, todavía callan. En los fenómenos elusivos –crímenes sin cadáver–, debemos conformarnos con contar denuncias. La inoperancia del sistema, la dificultad de prueba y la estigmatización de la víctima hacen que los afloren sólo una pequeña parte.Si se hacen sondeos es para avistar la magnitud de la tragedia.Los obispos de nuestra casa han demonizado (por engañosa y carente de rigor) la encuesta del Defensor del Pueblo. 440.000 casos cuestan de digerir. , sin ir más lejos, aceptan el recuento (216.000) y se rascan el bolsillo para compensar a los supervivientes. Ya me perdonará la Conferencia Episcopal, pero la Iglesia no es un espejo de la sociedad. Entre otras anomalías, por el hecho de que una abrumadora mayoría de las víctimas sea masculina.Niños que (datos en mano) perdieron la inocencia, la fe y la confianza, un efecto devastador sobre el carácter y las relaciones.
Me temo que, más que la cifra, es la letra lo que arde a obispos y correligionarios. A partir del testimonio de los afectados y el criterio de los expertos, el informe ilustra sobre los factores de riesgo que favorecen los abusos.
Los hay individuales, ligados a las características personales del actor. Es el caso del narcisismo, que hace anteponer la satisfacción de los impulsos al sufrimiento causado. Hasta hace poco la Iglesia miraba el fenómeno más como un pecado de los sacerdotes (violación del voto de castidad) que como un delito grave. Las inclinaciones pedófilas (o la atracción por los adolescentes) pueden ser un elemento motivador pero no el único. También lo es la represión del deseo, la relación problemática entre sexualidad y vocación o la soledad del clérigo.
En segundo lugar, existe la oportunidad: la pinza diabólica entre un autor motivado y un objetivo asequible. Las víctimas, en su mayoría hijos de familias religiosas, se fiaban de los curas como mentores o figuras de autoridad. Y no osaban revelar su infierno. Como relata uno de los testigos, la madre, catequista, quizás no le hubiera creído; el padre, descreído e impulsivo, quizá le hubiera matado. Malditos quizá. Los mecanismos de supervisión y control (lo que se conoce como “guardián capaz”) también fallaban. La política de encubrimiento incluía desde el traslado a otras parroquias o países más blandos hasta la compra del silencio. La unidad de acción es innegable, si no en la perpetración, al menos en la ocultación. La Iglesia era poderosa, amparada por la dictadura y por el silencio cómplice de unos medios dóciles o censurados. Ni Dios se atrevía a denunciar dentro de los exiguos plazos de prescripción. Muchas víctimas cargan, todavía hoy, la grosca llufa de la culpa y la vergüenza (“me sentía sucio”, “fui cobarde”).
Los factores institucionales, a menudo obligados, están relacionados con la cultura de la organización: el secretismo, elesprit de corps, el celibato obligatorio, la formación en los seminarios, la represión sexual, la discriminación de género...
Si sólo nos fijamos en el elemento individual (las “manzanas podridas”), bastaría con identificar a los abusadores y mejorar la selección para cerrar el paso a determinados perfiles. “Se nos han colado gays”, se exclamaba monseñor Morillas (uno de los ultrapreocupados por la inmoralidad de la amnistía, como contraria a la virtud cristiana del patriotismo). Para él, la “neurosis homosexual” inhabilita por ser cura. El debate aún está abierto en el seno de la Iglesia, en torno a figuras como John H. Newman, que vivió más de 30 años con su amigo íntimo, Ambrose St. John. Más de un abusador arrepentido el venera porque fraguó la santidad a base de sublimar los impulsos de la carne. Una obsesión que la sociedad vive con extrañeza y que llevó al colectivo gay británico a oponerse a la exhumación y traslado del reverendo porque frustraba su deseo póstumo de reponer, para siempre, con su amado.
Hay quien pone el énfasis en la oportunidad, con protocolos específicos y una política de puertas abiertas (“Quien evita la ocasión”...). Ojalá la apertura llegue a registros y archivos. Pero, como escribía John Donne, por bien y por mal, “ningún hombre es una isla entera en sí mismo”. Aceptar la existencia de causas estructurales (no una suma de casos aislados) obliga a revisar aspectos de la cultura eclesial que, sin ser dogmáticos o sustanciales, afectan a la concepción de la vida clerical. Por ejemplo, el celibato opcional, la normalización de la homosexualidad e incluso la estructura de poder jerárquica y masculinizada. Implica reconocer la política de opacidad y asumir la responsabilidad de la Iglesia en un crimen sistémico. Y aceptar un dato incómodo: los abusos menguan en paralelo al proceso de secularización y la disminución de la autoridad y la influencia social del clero.
La imagen que el espejo devuelve no gusta a la cúpula, salvo obispos como el de Teruel que se centran en pedir perdón y reparar a las víctimas. ¿Y qué hacer?, preguntan. Pues vender la casa e ir de alquiler. Quizás el epitafio del cardenal Newman, que en vida advertía sobre los peligros de la complacencia (“La buena conciencia es la obra maestra del demonio”), les es un faro útil: “Ex lumbris et imaginibus in Veritatem” (De las sombras y de las imágenes hacia la Verdad).