Esplendor y caída de una élite

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Vladimir Lenin pronunciando un discurso a los hombres del Ejército  Rojo que marchaban hacia el frente, el mayo de 1920

En un tiempo en el que un mensaje de 280 caracteres ya establece doctrina, cuando dedicar 5 o 6 minutos a la lectura de un artículo de diario constituye un esfuerzo considerable, la publicación de un libro de 1.628 páginas, de un denso ensayo de historia social y cultural, puede parecer una aventura disparatada. Por fortuna, no ha sido este el parecer de los responsables de Acantilado/Quaderns Crema, que hace apenas unas semanas llevaron a las librerías el monumental volumen de Yuri Slezkine La casa eterna: Saga de la Revolución rusa.

Desde los estudios del británico Edward Hallett Carr publicados en los años 1950-1970, pasando por los de la francesa de origen georgiano Hélène Carrère de Encausse, el francés Georges Sokoloff, el alemán Karl Schlögel, etcétera, las investigaciones académicas sobre la historia soviética son numerosas y sólidas, y naturalmente experimentaron un salto cualitativo a raíz del fin de la URSS, en 1991, y la subsiguiente apertura de archivos y otras fuentes. Dentro de este paisaje, sin embargo, la del historiador y antropólogo norteamericano de origen ruso Yuri Slezkine –aparecida en inglés en 2017, y ahora espléndidamente traducida al castellano por Miguel Temprano– constituye una aportación tan singular como relevante.

Singular, en primer lugar, porque La casa eterna no es, en apariencia, un libro de historia política, sino más bien un estudio de historia sociocultural sobre la primera élite soviética, sobre la generación de hombres –y algunas mujeres– nacidos en el último tercio del siglo XIX, que tomaron el poder en 1917-1919 y dirigieron la nueva Rusia bolchevique (dirigir en todos los terrenos, del económico al literario, del policial al ideológico o el diplomático) hasta la segunda mitad de los años 1930. Una élite –hablamos de aquella que este volumen describe– de tal vez un millar de familias, para alojar a las cuales se erigió delante del Kremlin, en 1931, la Casa del Gobierno, que sirve de metáfora y da título al libro de Slezkine. Una nomenklatura rodeada de privilegios morales y materiales (pisos confortables, limusinas, dachas de veraneo, balnearios exclusivos...), algunos de cuyos miembros sufrían por su sobrepeso en un país donde acababan de morir de hambre (con episodios de canibalismo...) hasta cinco millones de personas.

El volumen que comento es también singular por el punto de vista analítico: el autor considera el bolchevismo una secta milenarista apocalíptica; y esto no como una boutade o un exabrupto, sino con sólido rigor argumental y desde un amplio conocimiento de la historia de las religiones. Aun así, a la hora de la verdad el Milenio que los bolcheviques esperaban no fue el radiante advenimiento del comunismo, sino el Terror desatado por Stalin desde principios del 1935 contra aquella “aristocracia roja” que, durante los quince años anteriores, había creído compatibles la construcción del socialismo y la lealtad al partido de Lenin con el mantenimiento de una cierta independencia de criterio, de un discreto espíritu crítico, de una mínima individualidad intelectual.

Pero resultó que no. El complejo obsidional (de vivir en una fortaleza asediada) del régimen soviético y las paranoias de Stalin desencadenaron, a partir del asesinato de Serguei Kírov, una espiral de supuestas conspiraciones contrarrevolucionarias, facciones terroristas, redes de espías y saboteadores al servicio del fascismo extranjero que, además de justificar cualquier fallo del sistema (tanto si faltaba pan en una determinada zona como si se colapsaba la red de agua potable, todo era culpa de los enemigos infiltrados), legitimó la mayor cacería de brujas que Europa haya conocido en el siglo XX. Las cifras más conservadoras hablan de hacia un millón de ejecutados, del doble de encarcelados y deportados a los gulags y otros campos de trabajo en las regiones árticas, de incontables niños y adolescentes enviados a los orfanatos. Quizás no es extraño que, si esta fue la suerte de los viejos bolcheviques y sus familias, la “Utopía de Octubre” se desvaneciera en apenas una generación y, a partir de la victoria de 1945 o de la muerte de Stalin en 1953, los ciudadanos soviéticos se limitaran a ir tirando, obedientes en la fachada al sistema, pero sin ninguna fe en las profecías fundacionales.

Todo esto, Slezkine lo explica sin truculencia, desde un agobiante despliegue de fuentes escritas y orales, con una agudeza irónica de la cual no me resisto a mostrar algún ejemplo. “El marxismo desarrolló una concepción muy plana de la naturaleza humana. Una revolución en las relaciones de propiedad era la única condición necesaria para una revolución en los corazones humanos”; “Una de las razones de la fragilidad del marxismo ruso fue que la doctrina del Partido no era suficientemente rusa. La otra, que el país que conquistó era, en el fondo, demasiado ruso”. Quizás tenía razón el escritor Leonid Leónov cuando sostuvo, después del colapso soviético, que “la misión histórica de Rusia” había sido “estrellarse desde el lo alto de la grandeza de un millar de años”, para prevenir a las generaciones futuras sobre “los repetidos intentos de crear un cielo en la tierra”.

Mentiría si los dijera que es un libro de lectura ligera, pero no lo hago si afirmo que es apasionante.

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