¡Europeístas, en las urnas!
Durante años, los temas a debate en las campañas electorales europeas parecían tener escasa relación con las preocupaciones políticas locales. Con o sin razón, se entendía que eran cuestiones llenas de tecnicismos, vinculadas a oscuros procesos legislativos y sin traducción directa en las dinámicas políticas nacionales. Esto justificaba las famosas acusaciones de “déficit democrático” por subrayar la lejanía entre lo que sucedía en Bruselas y los debates políticos dentro de cada uno de los estados miembros.
Pero las próximas elecciones al Parlamento Europeo muestran que esto es un error, que se manifiesta en varias dimensiones.
La primera, y que salta más crudamente a la vista, es el cambio sustancial en la política internacional: ha reaparecido con fuerza la palabra guerra, que creíamos eliminada de las relaciones internacionales y que justificó la creación, hace setenta años, del proyecto europeísta. El éxito no había sido completo, pero era clara una dinámica evolutiva hacia la reducción de conflictos, la creación de instituciones internacionales y la formalización de acuerdos de pacificación. Pero hoy el horror vuelve al primer plano, en lugares como Ucrania, como Palestina o como (menos televisados, pero igualmente terribles) Sudán del Sur o el Sahel, que tienen además múltiples repercusiones en todos los ámbitos de la vida internacional. Aunque puede decirse que de forma demasiado lenta, demasiado débil o con demasiadas timideces, la UE ha ido adquiriendo un papel de intervención cada vez más activo, en favor de la paz y en apoyo de los bandos que mejor encarnan los valores que promueve la Unión, tanto por razones de principio como en defensa de los propios intereses: el arrasamiento de Ucrania, la destrucción de Gaza o el exterminio y deportación de millones de africanos tendrían consecuencias dramáticas para los europeos.
Existe una segunda dimensión: la acción de los enemigos políticos de la Unión Europea, que han cambiado de discurso, proyecto y escenario. Durante años, las extremas derechas nacionalistas se han expresado contra la Unión y aspiraban a romperla ya que algunos países la abandonaran. Quizás ha sido a causa del Brexit (con el caos que se ha derivado), pero hoy las extremas derechas antieuropeístas ya no quieren romper la Unión: quieren conseguir su control para carcomerla desde dentro, manteniendo una apariencia formal europea pero en la práctica fomentando valores contrarios a los de la Unión.
Dos de los siete grupos del Parlamento Europeo saliente pertenecen a este mundo, e intentan encubrir sus proyectos con nombres engañosos, como Conservadores y Reformistas Europeos (del que forma parte Vox) o Identidad y Democracia (que reúne la AfD alemana o el ex Frente Nacional francés), con claras conexiones internacionales con la política exterior rusa o con la extrema derecha de Estados Unidos.
Hay todavía una tercera dimensión: la necesidad de integrar y reforzar la Unión como gran actor económico. La pandemia de la Covid-19 puso de relieve a la vez las debilidades industriales de Europa y la posibilidad real de generar una política integrada: los fondos Next Generation han representado una política auténticamente de la Unión, una política federal de promoción de inversiones encaminadas a superar el estancamiento. Como ponía recientemente de relieve el informe Letta (presentado recientemente en Barcelona en el Círculo de Economía), sólo actuando de una forma integrada podrán materializarse los proyectos de una Europa verde y una Europa digital, que, por su volumen y por sus consecuencias, no pueden plantearse sólo a escala nacional.
Y, a la vez, sólo una dinamización económica integrada, federal a escala europea, puede permitir el salto a la siempre aplazada “Europa social”, y hacer que la Unión pueda adoptar políticas exteriores (como, por ejemplo, en la gestión de las inmigraciones) basadas en los propios ideales, y no sólo en la limitación de los recursos financieros o en maniobras de un gobierno nacional u otro.
Política internacional, consolidación interna y estrategias de desarrollo confluyen en una misma dirección: es necesaria una dinámica política más ambiciosa y más integrada para que Europa se convierta en un actor político y económico a la altura de un mundo en el que actúan potencias como los Estados Unidos, China o Rusia, y donde los países del Sur Global comienzan a adquirir un peso conjunto considerable. Este impulso, esa dinámica más ambiciosa, sólo será posible si la ciudadanía europea se implica en este proyecto. Y esto tiene un primer requisito: hacernos presentes, votar en las elecciones del 9 de junio, llenar las urnas de votos favorables a los partidos europeístas.