La facultad de Letras de la UAB.
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El otro día, mientras preparaba una prueba escrita de la asignatura de enseñanza de la lengua catalana para mis estudiantes del grado de maestro de educación primaria le pedí a ChatGPT que me resolviera los ejercicios que les estaba proponiendo. Ya me disculparéis la inocencia, sé que hace tiempo que el mundo vive deslumbrado por la potencia de la inteligencia artificial y la velocidad de su perfeccionamiento, pero yo que soy de libros no había prácticamente interaccionado todavía, y me quedé con un palmo de nariz. La resolución de los ejercicios no sólo era correcta, sino que la ejecución narrativa era suficientemente sofisticada. Hace tiempo que siento colegas universitarios contar con toda naturalidad que ellos ya han incorporado la herramienta para agilizar algunas de las tareas administrativas más farragosas: responder correos, rellenar formularios burrocráticos, realizar traducciones o incluso realizar búsquedas de bibliografía. La cosa no me parece nada mal de entrada, no creo que la tecnofobia ni la apología nostálgica en el mundo analógico aquí nos ayude, a menudo muchos de los alumnos van tres cursos más avanzados que nosotros en materia tecnológica y es necesario incorporar la IA, como en su momento hicimos con internet. Debate aparte es la despantallización de las aulas, tomo nota para un futuro artículo, que en Suecia, por ejemplo, ya nos ganan por goleada.

Antes de aparecer en el aula con esa actitud ligeramente más autoritaria –examen bajo el brazo y advertencia antiplagial– propia de los días de evaluación, los dedos me quemaban y tuve tiempo de hacer un tuit en X: "Cada día tengo más claro que para sobrevivir al impacto de la IA ya la velocidad de su desarrollo, en las facultades de Humanidades, Educación, Filologías… debemos realizar más pruebas orales a nuestros estudiantes si queremos que sepan razonar críticamente. El tuit tuvo un éxito relativo y al hilo de éste otros profesores me explicaron que en Francia o Alemania también lo hacen así.

En Italia, la mayoría de los exámenes de las facultades de letras han sido siempre, y todavía hoy, evaluados oralmente. Algunas evaluaciones de la rama más lingüística de las filologías serían una excepción, pero, en general, todo el sistema se rige por una dinámica de evaluación oral. Los estudiantes italianos son evaluados por un tribunal confeccionado por tres profesores que debe darles una puntuación máxima de hasta treinta puntos, diez por evaluador. La nota mínima de un aprobado es un 6, por lo que el estudiante medio necesita entre un 18 y un 24 para superar bien la asignatura. Además, los exámenes son oficialmente públicos y de libre asistencia. Los beneficios de este modelo, aparte de evitar corrupciones y plagios de todo tipo, es que los estudiantes desarrollan notables habilidades comunicativas y altas capacidades de improvisación y oratoria frente a audiencias grandes, que les sirven ya no sólo para adoptar mecanismos de razonamiento crítico combinados con recursos mnemotécnicos que les permitan incorporar de forma más estructural los contenidos, sino también para la vida real en general (entrevistas laborales, audiciones funcionariales, etc.). Es cierto, también, que en Italia el sistema escolar de alfabetización primaria y secundaria (aprender a escribir y hablar bien en italiano) no debe pelearse de entrada con la interferencia permanente de otro idioma con el que se disputa la vehicularidad en el aula y en la calle y que esto ya genera de entrada una robustez de fondo de todo el sistema educativo. Porque, sin duda, la lectoescritura es la base de toda la educación. Ahora bien, no podemos seguir simulando que con la aparición de ChatGPT los trabajos en casa, individuales o en grupo, en los que hemos basado la mayoría de las evaluaciones continuadas desde la implementación de Bolonia no son un formato obsoleto. Necesitamos nuevas inventivas. ¿Nos ponemos? È meglio tarde che más.

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