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Una Hacienda a la catalana

Hace más de quince años, en Cambridge, en un college elegante y familiar, durante una cena intenté explicar a un norteamericano la realidad catalana, nuestro autogobierno, la importancia de la escuela y la lengua, el Parlamento, la historia y bla, bla, bla. El hombre me escuchaba con educación académica, asentía, sonreía. Me dejaba decir. Y cuando, satisfecho, ya me había desahogado, su pregunta fue demoledora: "¿También recaudan los impuestos?". "No, eso no", respondí. "Entonces no tienen nada, no tienen ningún poder". Su pragmatismo demoledor fue una jarra de agua fría. Para un observador externo, era evidente: nuestro gobierno era de feria, una concesión controlada desde un poder superior. Tampoco le dije que el árbitro que dirimía las tensiones entre el poder real español y el poder subsidiario catalán (el Tribunal Constitucional) también dependía 100% de Madrid. Fue un baño de realidad.

Aquel episodio me quedó grabado. Al cabo de unos años empezó el Procés. Lo queríamos todo. Algunos piensan que lo tuvimos cerca. No. Falso. Sí que se logró ensanchar mucho la conciencia del poco poder que tenemos y la necesidad de conseguirlo, cosa por sí sola de gran importancia. Pero a efectos prácticos, nos perdió la estética. Fue una borrachera de ilusión. Aún sufrimos la resaca del desencanto, del mal humor. En algunos, incluso la rabia. Y bueno, ahora, de repente, cuando menos lo esperábamos, de aquella épica y frustrada experiencia sale un acuerdo para un concierto económico solidario, o cómo se le quiera llamar. El salto hacia adelante en términos factuales es algo más que notable. Mi interlocutor extranjero de hace tres lustros ahora sí que diría: "Si recaudan el dinero, tienen el poder". Naturalmente, habrá que ver si, cómo y cuando lo que pone en el papel pasa a ser realidad, pero el simple hecho de haber conseguido que el socialismo español acepte un acuerdo en estos términos, además de sorprendente (no era demasiado esperable que Sánchez se atreviera), me parece una evidente buena noticia. Sánchez e Illa ya se desdijeron del no a la amnistía y la concedieron. Ahora aceptan una hacienda catalana. Las cosas se están moviendo.

La historia ya las tiene, estas paradojas. Tras siete años de una represión implacable que aún no ha terminado, en un ambiente español marcado por el anticatalanismo visceral de la extrema derecha, ERC, un partido derrotado e instalado en una grave crisis interna, logra para Cataluña el acuerdo más relevante de las últimas décadas. Por supuesto, su cumplimiento será pesado, con altibajos y crisis recurrentes. Pero lo escrito y firmado servirá en lo sucesivo como punto de anclaje. La otra paradoja es que la gestión de este nuevo poder empezará a ejercerla un presidente no independentista, el socialista Salvador Illa, mientras probablemente un expresidente independentista, Carles Puigdemont, ingrese en prisión tras regresar de siete años de exilio. Este contraste enrarecerá el éxito en Cataluña y, al mismo tiempo, hará más digerible lo que para el nacionalismo español es un sonoro fracaso, como ya estamos viendo por las reacciones ultramontanas que está provocando.

Nadie podrá celebrar nada. Es así como, a menudo, ocurren los grandes hechos de la historia, en medio de un batiburrillo político y emocional. Solamente al cabo de los años, desde la distancia, pueden objetivarse los hechos. Desde el presente conflictivo, de un conflicto que lo es entre fidelidades nacionales, entre bloques ideológicos y entre adhesiones personales, un conflicto que en muchos casos se convierte en interior e íntimo en muchas personas (en especial, ahora mismo, en cada militante de ERC), el resultado debe valorarse con la cabeza fría.

En la práctica, recaudar todos los impuestos y tener la llave de la caja es tener la independencia financiera. Es mucho. Mucho más de lo que Pujol o Maragall nunca habrían soñado. No es la independencia política, claro, pero vaya. Miremos, si no, cómo les va a los vascos. Habrá que ver cómo se traduce en dinero contante y sonante: en todo caso, si de verdad se aplica la ordinalidad, y si hay un avance en las inversiones del Estado, habrá una ganancia evidente que dará impulso a la acción de gobierno. Si a esto le sumamos el compromiso con el catalán, el reconocimiento de Cataluña como nación y el aval a la acción exterior de la Generalitat, se sientan las bases de un autogobierno reforzado. Se abren posibilidades y se abrirán resistencias, claro.

También es clave que, fruto de una doble carambola electoral (los socialistas necesitan tanto en Barcelona como en Madrid el apoyo de los independentistas, y los independentistas no suman en Cataluña), el acuerdo ha implicado a independentistas y no independentistas. No es una victoria de unos sobre otros. Es un reencuentro de país. Es un hito del catalanismo producto de la negociación. Todo el mundo ha hecho de la necesidad, virtud. Contra la polarización, transacción. ¡Política! Felicitémonos también por eso.

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