Francisco y nosotros
1. Resulta que todo esto de la religión ya no nos interesa en absoluto; pero resulta también que no paramos de hablar de ello, aunque sea mal. ¿En qué quedamos entonces? La muerte del papa Francisco ha hecho aflorar (de nuevo) esta y otras pintorescas contradicciones. El "supermercado espiritual", en feliz expresión de Peter Berger, derrama. Es probable que, en toda la historia de la humanidad, ninguna generación haya visitado tantos y tan variados templos como en la actualidad. Estas incursiones, sin embargo, son solo excursiones: casi nunca están relacionadas con un sentimiento espiritual real sino con circuitos más o menos turísticos que pueden incluir –a veces en un mismo pack– catedrales góticas, pagodas budistas, restos de la antigüedad pagana y cementerios católicos con celebridades en descomposición. ¿La espiritualidad está en horas bajas? Sí y no. Nunca se había apelado tanto a esta noción como ahora, pero tampoco nunca se había erosionado tanto su profundo significado. No hay otro momento en la historia de Occidente en el que se hayan escuchado tantas cantatas, oratorios y motetes de carácter religioso como ahora. A mediados de los 90, los austeros monjes de Silos llegaron a competir con Madonna y Prince en el top ten. ¿Estas formas de espiritualidad tienen realmente alguna dimensión trascendente? Probablemente no. Para argumentar esto necesité escribir un ensayo que se publicó en febrero y que no creo que pueda resumir aquí.
2. Así pues, ¿dónde estamos? Nos encontramos más bien ante la descontextualización y la pérdida de unidad –y, por lo tanto, de sentido original– de determinadas manifestaciones espirituales, pero en ningún caso ante un verdadero proceso de secularización. Resumimos la paradoja en una imagen: el número de feligreses católicos desciende a la misma velocidad con la que aumentan los compradores de molinillos de oración tibetanos, de incienso hinduista o de la parafernalia de la santería del Caribe. Joan Estruch afirma que “hemos interpretado muchas veces como secularización lo que no era –no es– sino una metamorfosis de la religión de nuestro tiempo”. Cada vez hay más personas que se alejan de la ritualidad de su propia tradición religiosa, pero no, en términos absolutos, del apego genérico a la idea misma de ritualidad, o a la proximidad de símbolos religiosos o pararreligiosos (casi nunca reconocidos o asumidos como tales).
3. Las cada vez más frecuentes "movilizaciones emocionales" –desde el acontecimiento planetario del entierro de Lady Di en 1997 hasta la celebración de una victoria deportiva hace cuatro días– son a menudo solo una respuesta a sentimientos colectivos de disgregación y de desorientación, que encuentran –perdón: que creen encontrar– por fin algo en común, aunque sea trivial, absurdo o extemporáneo. Una especie de remedio contra el Gran Vacío, disponible al por mayor en los desolados parques temáticos de la emocionalidad mercantilizada. La pulsión hacia la espiritualidad es incompatible con nuestra reticencia a admirar (en el profundo sentido heideggeriano del término). En la encíclica Dilexit nos el papa Francisco decía: "Para expresar el amor de Jesucristo se suele utilizar el símbolo del corazón. Algunos se preguntan si hoy tiene un significado válido. Pero cuando nos asalta la tentación de navegar por la superficie, de vivir corriendo sin saber finalmente para qué, de convertirnos en consumistas insaciables y esclavizados por los engranajes de un mercado al que no le interesa el sentido de nuestra existencia, necesitamos recuperar la importancia del corazón". Este corazón nada tiene que ver con la espontaneidad emocional posmoderna. No es un tema psicológico, sino teológico. Por eso todavía va más lejos: "Yo soy mi corazón, porque es lo que me distingue, me configura a mi identidad espiritual y me pone en comunión con las otras personas. El algoritmo muestra que nuestros pensamientos y lo que decide la voluntad son mucho más estándar de lo que creíamos. Son fácilmente predecibles y manipulables. No es así el corazón”.
4. En los últimos días he oído y leído cosas inverosímiles, sobre todo cuando se contraponía la figura de Benedicto XVI con la de Francisco. Parece que el primero era más o menos como Margaret Thatcher, mientras que el segundo venía a ser un Che Guevara con tiara. A quienes hacen estas simplificaciones inauditas les recomendaría leer en paralelo la encíclica Caritas in veritate de Benedicto XVI y la que he mencionado antes del papa Francisco, Dilexit nos.Observarán que ambos hacen una lectura de nuestro tiempo a través del prisma del Evangelio con muchísimas más cosas en común que las que sugiere dicha simplificación, por no llamarla caricatura indocumentada.