Franco 'trending topic'
BarcelonaPierre Vilar les decía a sus estudiantes que "comprender el pasado significa aprender a leer un diario". Parece una frase sencilla, pero es también una advertencia. Para hacerlo realidad se necesitarían dos condiciones: consenso histórico surgido de la memoria y diarios valientes que escapen del dogmatismo y la trinchera. Hoy, si leemos los periódicos lo que descubrimos no es solo el retorno persistente del franquismo, sino nuestra incapacidad de mirarlo de frente. Si los leen algunos jóvenes quizás incluso encontrarán una visión amable y distorsionada de la historia con total impunidad y descaro.
Cincuenta años después de la muerte de Francisco Franco, el dictador sigue circulando por el debate público con una naturalidad sorprendente. Nunca lo enterramos del todo. De hecho, lo trasladamos, lo resignificamos, lo convertimos en debate parlamentario y finalmente en producto viral. Hoy, Franco aparece en los móviles de los jóvenes convertido en meme, en caricatura, en un viejo simpático que hace gracia en TikTok. No es un error de los algoritmos; es un fracaso de la memoria y una manipulación política de sus herederos.
España empieza a tener banda sonora de campaña electoral y el anuncio de Pedro Sánchez de conmemorar "cincuenta años de libertad" ha provocado el reflejo pavloviano de la derecha española. Feijóo dice que le da pereza; Vox exhibe indignación performativa y sin vergüenza afirma que se puede hablar "bien o mal" del dictador como quien valora una serie. En España circula una deconstrucción banal del fascismo que tiene consecuencias políticas y es un lujo que solo se permiten las democracias que no han hecho los deberes y que suelen pagarlo caro.
Un dictador sanguinario y un país acomodado
La realidad de Franco desmonta el amable retrato de un general gris. Es cierto que no era brillante, pero sí persistente. No era carismático, pero sí hábil en el uso combinado del miedo y la propaganda. Gobernaba con tres ideas simples —orden, unidad, obediencia— y una determinación extraordinaria. Y parte de la sociedad, agotada o aterrorizada, aceptó su relato, y parte de las élites encontraron comodidad –también económica– e impunidad.
Una parte de la cultura política española está todavía hecha de esta materia –miedo al conflicto y a la vez incapacidad para el diálogo, tolerancia a la corrupción y fascinación por los hombres fuertes–. Un legado que no desaparece porque nadie ha querido examinarlo con la suficiente profundidad.
Ante los datos, sorprenderse es ingenuo. Una franja significativa de los chicos de entre 18 y 25 años no considera la democracia un sistema mejor que los demás y un 20% de los ciudadanos valoran positivamente la dictadura. Lo que hay que hacer no es escandalizarse, sino preguntarse qué no hemos explicado.
En veinte años, nueve millones de personas han terminado su escolarización sin estudiar de forma rigurosa la Guerra Civil, el franquismo ni la Transición. Sin escuchar a las víctimas. En un país en el que los archivos siguen parcialmente cerrados y donde ningún crimen franquista ha sido juzgado, la historia queda desplazada por la caricatura. Y la caricatura siempre favorece al poderoso, no a la víctima.
El espacio que la escuela no ocupa lo llenan las redes: un Franco desinfectado, reducido a un personaje simpático, es más fácil de consumir que un Franco sanguinario. El pasado, cuando no se trabaja, vuelve en forma de caricatura y provocación.
El arte de manipular la memoria
El PP, heredero de Alianza Popular, sigue sin hacer una condena clara del franquismo. No es un detalle; es una losa. Y la competencia con Vox ha empujado al partido hacia un revisionismo que recuerda demasiado a otras latitudes: ya sea a Francia, Austria, Holanda o Alemania. La estrategia es la misma: separar al dictador de sus consecuencias, convertirlo en una herramienta útil para un relato de orden e identidad.
La Transición fue un triunfo político construido sobre un pacto de silencio. La falta absoluta de depuración de las estructuras del Estado explica todo: la judicatura impermeable, los archivos cerrados, la imposibilidad de investigar los crímenes del régimen. Querellas por desapariciones, torturas y bebés robados archivadas. Ni una grieta en el muro, y el trauma transformado en silencio en tantas familias.
Si hoy Franco vuelve, no es por él. Es por nosotros. Es porque preferimos la prudencia a la verdad, el consenso al conflicto, la convivencia aparente a la justicia real. Y porque creímos que el tiempo lo resuelve todo, cuando el tiempo solo pudre las heridas.
Es por eso que la derecha puede violentar la memoria con una ligereza inquietante y la extrema derecha puede exhibirla como un trofeo. Por eso algunos jóvenes pueden ver en Franco a un personaje de humor y no al hombre responsable de miles de fusilamientos, torturas y hambre.
Franco no vuelve. Es que nunca se ha ido del todo. España no ha superado el franquismo porque no lo ha afrontado. Y mientras no lo haga, la democracia será vulnerable, fácil de manipular, siempre dispuesta a creerse la primera simplificación que le ofrezcan.
La memoria no es un capricho ideológico; es una condición democrática.
Y es, sobre todo, un deber con sus víctimas.