Con la fuerza de un infierno

Cada año comienza con la mejor de las intenciones y el peor de los designios: es la batalla histórica, tan antigua como nosotros, entre la realidad y el deseo. Querer cambiar las cosas es un gesto valiente que viene de un malestar a menudo inidentificable: ¿por qué me encuentro, de nuevo, enumerando retos y fracasos? ¿De dónde viene esta urgencia de ser otro? ¿Quién soy yo sino ese intento de dejar de repetirme? Ante la incertidumbre, que es nuestra verdad más sangrienta, el presente más radical, vuelvo a esa frase de Lispector que dice que un mundo totalmente vivo tiene la fuerza de un infierno. ¿Es, tal vez, todo esto, un intento de huir de las llamas?

2023 ha sido muchas cosas. El año de las guerras, por ejemplo. El año de entender que la crisis será un estado permanente. El año de la rabia esparciéndose como una mancha de aceite. El año del miedo. Si algo podemos decir a ciencia cierta es que no sabemos. Quizás para evitar la duda, quizás para intentar no notar el cambio mientras un año se convertía en otro, quizás para olvidar este mundo tan vivo que quema demasiado rápido, quizás por otra cosa, da igual, he estado leyendo libros que confrontan la nuestra realidad tan cruda y alimentan nuestro deseo tan vivo.

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He leído Si una emergencia, de Mireia Calafell, y he entendido que “estas llamas de ahora que nos rodean / que nos ahogan también nos salvan”. Que la poesía es una forma de dejar rastro en el mundo y de cambiarlo. Que los versos no nos guardarán de nada, pero quizás sí que hagan de la agonía algo amable, como de paz dulce. Que el amor es escabullido, vertiginoso y te vuelve siempre a ti. Que hay un reverso fulgurante esperándonos detrás de cada pérdida. Y que después de llorar el naufragio, una puede saltar al mar y empezar a explorarlo. Que así sea este año.

He leído Adolescentes en transición, de Miquel Missé y Noemi Parra, y he entendido que el género es hoy el lugar donde se canalizan los malestares que, más allá del género y la sexualidad, tienen que ver con las crisis sociales, económicas y climáticas contemporáneas. Que los jóvenes ya no ven en los adultos la figura en la que proyectarse como la promesa de seguridad. Que cuando las figuras de autoridad se cuestionan, se crean nuevos relatos en los que existir. Que acompañar es un proceso que debe ser capaz de reconocer sus contradicciones. Y que la sexualidad y el género son un campo de lucha desde el que podemos ganar el presente. Que así sea este año.

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He leído El tiempo de la promesa, de Marina Garcés, y he entendido que prometer es un antídoto contra el ahogo y una forma de sostenernos, de sostener el tiempo, también. Que no hay compromiso sin una declaración que nos religue y que sólo siente fracaso aquel que un día se atrevió a prometer. Que hay promesas falsas, promesas imposibles de una existencia mejor, promesas mentirosas que nos enseñan que la palabra no vale nada. Pero que existen promesas vivas, aquellas que marcan nuevos comienzos: el del amor, el de la amistad, el de las luchas. Que así sea este año.

He leído Regreso a Haifa, del escritor palestino Gassan Kanafani, y he entendido que la patria es algo huidiza y frágil. Que el hombre es aquello por qué lucha, pero ¿por qué lucha el hombre? Que por mucho que la busques con insistencia, a veces bajo el polvo de la memoria sólo encontrarás más polvo. Que ir contra la Historia es peligroso, arriesgadísimo, pero que puede que no haya alternativa, porque la Historia es cruel y vengativa y olvida demasiado rápido. Y que Palestina es algo más que un recuerdo. Que así sea este año.

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He leído Zona de obras, de Leila Guerriero, y he entendido que escribir es cómo poner levadura en una masa: hay que dejar que las palabras hagan su trabajo, porque las palabras trabajan con una eficacia aterradora. Que quizás no hay ningún dios, pero que si hubiera uno, le pediría: sálvame. Sálvame de necesitar la mirada de los demás, de ambicionar sus caminos. Pero no me salves de mí. De todo lo demás: sálvame.

Y que así sea este año para ti también.

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