Los defensores de Luis Rubiales, que los tiene, se agarran al argumento de la hipocresía que supone ahora hundir, con fervor unánime, a aquel que hasta hace poco era enaltecido y bien recibido allá donde fuera. No solo eso, sino que muchos de los que ahora lo denostan sabían perfectamente cuál era el talante del presidente de la RFEF (de momento inhabilitado por la FIFA) y su machismo mugriento y cuartelario, y aún así lo aplaudían con el mismo entusiasmo con el que ahora lo atacan. Y todavía insisten algunos en la idea de que el hecho de la controversia (el beso no consentido a la jugadora Jennifer Hermoso) es pequeño en relación a la tormenta que ha desatado. Que existe desproporción entre la causa y el efecto, si bien la causa fuera una agresión sexual reconocida como tal por la ley y por el propio reglamento de la Federación presidida por el tal Rubiales. Son, los que dicen estas cosas, sectarios (de Rubiales y de su entramado en la Federación futbolera, pero también del machismo y del patriarcado) y, por tanto, más que opinar, lo que quieren es intoxicar. Cabe decir, sin embargo, que, con su reduccionismo habitual, muchos medios han transmitido la impresión de que lo que estaba en discusión era el beso (y a ese reduccionismo se han aferrado el propio Rubiales y sus partidarios), cuando lo que se discute es toda una forma de entender el liderazgo y el fútbol, y por extensión, todo un modelo de sociedad. En este modelo de sociedad existen, en efecto, los tibios, los indiferentes, los aduladores, los miedosos: una masa de gente que no se moverá hasta que vea que se mueven otros. Si no, seguirán la corriente de siempre, porque tienen algo que ganar, o por pura inercia. Por otra parte, los cambios de fondo, los movimientos relevantes a menudo se producen a partir de un hecho aparentemente anecdótico que actúa como detonador. Pero este hecho viene precedido de una larga historia previa, más compleja y de mayor alcance.
Esto hace que el asunto de la agresión de Rubiales contra Hermoso tenga, ya, consecuencias positivas. La primera, y más importante, es de carácter político: y es que la distinción falaz entre un supuesto feminismo falso frente a un feminismo auténtico (o de un supuesto feminismo excluyente frente a otro inclusivo, o uno supuesto feminismo "bueno" versus un feminismo "malo"), que la derecha española ha promovido en los últimos años y que Rubiales intentó utilizar para exculparse, queda desenmascarada. El fantasma del feminismo castrador y desbocado, que disfruta atropellando a hombres por maldad o por necedad, queda conjurado y desvanecido. Son mentiras de cobardes, historietas de abusadores que intentan descalificar un avance social porque es nocivo para sus intereses, individuales o de grupo. Su mentira ya no se acepta, lo que indica que el avance progresa, que el cambio social —a mejor— está en marcha. Y que ellos quedarán atrás, sin remedio, en la cuneta de los perdedores que en realidad siempre han sido. Como el que hasta ahora era su líder, ese Rubiales del que ahora reniegan justo al día siguiente de haberlo aplaudido.