Trump, acompaña por Melania, señala a alguien desde la escala del Air Force One, justo antes de despegar, el martes, en dirección a Londres
13/10/2025
Periodista y productor de televisión
3 min

El amor no tiene edad. Es un tópico que contiene una certeza –hay varios tipos de amor, para cada fase de la vida– pero todo el mundo que se haya enamorado en la adolescencia sabe que es una experiencia única. Por suerte. Si toda la vida tuviéramos que experimentar los mismos fuegos artificiales, la misma montaña rusa y la misma desesperación por el desamor de cuando teníamos acné, no podríamos soportarlo. La creatividad y el talento también se asocian tradicionalmente a la energía y la curiosidad juveniles, pero en este caso el paso de los años hace que la experiencia, la técnica y la paciencia compensen la pérdida de vibración vital. De modo que un artista puede ser genial a los 25 años pero más productivo y más sabio a los 50.

¿Y qué diremos del poder? El ejercicio de la autoridad parece destinado a las generaciones adultas, por lo que un gobernante de 40 y pocos años se considera joven y con una larga carrera por delante. De hecho, hay muchas sociedades y civilizaciones que se han dejado gobernar por consejos de ancianos, que en Roma se llamaban senex (de ahí vienen senado y senectud). Hay casos de jóvenes precoces que conquistan posiciones dominantes antes de tiempo –como Alejandro, nuestro Jaime I o Napoleón–, pero en general hemos tendido a reservar los puestos de poder a personas –hombres– experimentadas, supuestamente guiadas por la cordura.

El aumento de la esperanza de vida ha retrasado los plazos de lo que consideramos senectud. Sin embargo, me cuesta mucho digerir que el mundo esté regido por una auténtica gerontocracia. Donald Trump tiene 79 años; Netanyahu, 75; Putin, 73; Xi Jinping, 72. ¿Es un mérito de nuestra época, o un defecto? ¿Es bueno para la humanidad que su destino esté en manos de personas –hombres– que tienen un horizonte vital más bien corto?

Decía Sófocles que los que envejecen son los que más aman la vida. Quizás sí. Pero son también los que menos tienen que perder con las decisiones a largo plazo, los que más razones tienen para ser escépticos, los que quizá, de manera más lúcida, ven que en el fondo el mundo nunca cambia y que, por lo tanto, lo único que importa es la gloria personal. Los líderes más jóvenes, en cambio, pueden ser más entusiastas, estar más conectados con las nuevas realidades, gobernar sin la urgencia de saber que la muerte los acecha. Pero también pueden ser ilusos; pueden pecar de inexpertos, impetuosos, o quedar deslumbrados por un ascenso demasiado rápido.

Lo que me fascina de nuestros líderes septuagenarios es su estado de forma. Yo acabo de cumplir sesenta –la edad a partir de la cual, según me dijo un amigo, "si por la mañana no te duele nada, es que estás muerto"– y tengo la sensación de haber pasado de largo mi prime tanto en el plano físico como en el mental. En una reciente entrevista me preguntaron si se cumpliría la profecía de Jordi Cuixart sobre el 1 de Octubre ("Volveremos a hacerlo") y contesté que quienes "lo volverían a hacer" serían otros. Que mi generación estaba quemada, y que a mí no me queda ni la mitad de la energía, ni del optimismo, ni de la pasión que se me llevaba durante los años más ajetreados del Procés. Y me quedan 19 años para tener la edad de Donald Trump, ¡si llego!

La enhorabuena, pues, a estos abuelos que han sabido llegar a edades tan respetables con energía suficiente para gobernar grandes países. Quién sabe si no es justamente el poder lo que les da la fuerza vital necesaria. Pero tendrán que estar atentos: el mundo de la tecnología –que es también, en parte, el mundo del dinero– está en manos mucho más jóvenes. Es un mundo que cada vez tiene un control más directo de nuestras vidas y también de la política; y evoluciona a una velocidad insospechada. Esta deriva hacia la tecnocracia es una posibilidad real y no sé si combina bien con la gerontocracia. Los pardillos digitales como yo, por supuesto, no pintamos nada ahí.

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