¿La gota que colma el vaso?

Seguiré la tradición de que el último artículo del año haga balance de estos doce meses e indicaré lo que, en mi opinión, ha sido radicalmente nuevo en el panorama político internacional. Tengo pocas dudas: la sacudida del primer año de la segunda presidencia de Trump. Además, el hecho de encontrarme en San Francisco durante el período navideño, y de poder hablar con amigos, colegas y familiares, me ayuda a focalizar en el tema.

Permítanme, sin embargo, que dedique un párrafo a la nostalgia. Escribo este artículo mientras contemplo, por la ventana de donde me alojo, el campanile de una gran universidad pública: la de California, en Berkeley. Es la vista que desde agosto de 1972 me acompañó durante nueve años a través de otra ventana, la de mi despacho. El campanile ha sido un observador permanente y tranquilo de las revoluciones científicas, tecnológicas y sociales que durante el último siglo han surgido de su entorno, del inmediato de la universidad o del más extenso de la bahía de San Francisco, incluyendo su contrapunto al otro lado de las aguas, la Universidad Stanford, privada. Se ha podido argumentar que la ventaja en productividad de la economía de EE.UU. sobre Europa se debe en buena parte a las grandes empresas digitales que han definido el potentísimo ecosistema de Silicon Valley, inducido por la preexistencia de las dos universidades. Ninguna de estas empresas existía en agosto de 1972. Para mí, este hecho, y el caso similar de China, prueba que en cincuenta años puede despegar un país hasta la frontera de la creatividad científica y tecnológica. Europa debe tomar nota.

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En el aire de San Francisco se respira tanta obsesión por emprender y tanta propensión a los experimentos innovadores que ha surgido un anecdotario variado. Por ejemplo, me dicen que hay que tener cuidado con los conductores de Uber porque si las mujeres conversa intentarán involucrarte en su start-up. Otra: el pasado domingo el tráfico de la ciudad quedó colapsado, sin víctimas, porque un apagón eléctrico (hace veinticinco años había más y una empresa catalana, AIA, vino para ayudar a gestionar la red) tuvo una consecuencia inesperada: los vehículos sin conductor quedaron parados donde estaban. Y como hay muchos, imagínense el efecto. Será una oportunidad para aprender y perfeccionar.

Pero vamos a la presidencia Trump. Entre las opiniones que estoy recibiendo las hay que no concuerdan con las que, de momento, son las mías, mientras que otras coinciden plenamente.

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Empecemos por mi creencia –parcialmente discrepante con las opiniones que he encontrado aquí– que no serán los aspectos económicos los que detengan el impulso del trumpismo. Me lo confirman algunos aspectos. El enriquecimiento de su familia no está generando el escándalo que uno esperaría en Europa. Y mientras que el rechazo del racismo implícito en la nueva política migratoria es muy intenso entre la población tradicionalmente concienciada, el sentimiento de la inmigración como problema es tan amplio que esta cuestión juega a favor de Trump. Ahora bien, en estos momentos Trump afronta una seria dificultad económica: el incremento del coste de la vida está generando una insatisfacción generalizada. Y, aunque no está claro que la inflación sea suficiente para detener el trumpismo, me dicen que, si algo lo hace, será ésta. Si ocurre, felizmente me habré equivocado. Pero mi convicción es que, si el peligro es grande, y si además la inflación es producto de las políticas de Trump –es decir, de los aranceles o de imponer una política de tipos de interés bajos–, entonces el presidente simplemente rectificará, como ya hizo en abril del 2024 cuando Wall Street se tambaleaba. Sus principios doctrinales son poco sólidos, por no decir inexistentes.

La idea que me han transmitido y con la que sí concuerdo es la que acabo de expresar: el presidente Trump no es ni demócrata ni republicano. En palabras de mi interlocutor, sólo le importa su legado. Es un rasgo común en la política, y es benigno en regímenes democráticos pero peligroso en los autoritarios. El misterio es: ¿a qué legado aspira? Una gran sala de baile en la Casa Banca no tiene entidad suficiente. Me parece que medirá su éxito en términos tangibles y clásicos, pero de mayor envergadura. Fijémonos en la nueva doctrina Monroe. Ahora el foco es Venezuela. ¿Después será Cuba? Medio en broma, dijimos: ¿acaso Groenlandia? Al día siguiente la noticia era que Trump ponía al gobernador de Luisiana –comprada en Napoleón– a cargo de la adquisición de Groenlandia. Esto va en serio y, pienso, es cosa perdida. Ojalá ésta sea la gota que falta para que una Europa débil reaccione.