¿Por qué gusta tanto la ropa 'cutre' del Lidl?
De hace un tiempo vivimos una auténtica pasión por la ropa manifiestamente cutre y claramente fea, entre la que se lleva la palma la de grandes cadenas de supermercados o multinacionales como Ikea. Una ropa pretendidamente chapucera en cuanto al diseño y cercana a los uniformes de sus trabajadores, con los colores corporativos y los logotipos en emplazamientos bien visibles. Un ejemplo claro es Lidl Hype, la colección cápsula lanzada recientemente por la cadena alemana, integrada por prendas y complementos. No faltan las zapatillas, con la voluntad de reeditar el éxito que tuvieron en el 2020, cuando partieron de un precio irrisorio y alcanzaron los 2.000 euros en la reventa. Pero, ¿qué impulsa esta tendencia, qué la subyace y quién la lidera?
Los uniformes laborales son un símbolo claro de los estratos más precarizados de la clase trabajadora. Estéticamente cuestionables, tienen la finalidad de disciplinar a los cuerpos para una máxima productividad. Los trabajadores quedan fagocitados visualmente como prenda del engranaje de la empresa a la que entregan su cuerpo, que es usado además como soporte de propaganda corporativa. ¿A cuántas de estas personas les quedan ganas de seguir llevando esa ropa más allá de la jornada laboral? Claramente, a pocas. Y esto nos da la pista de quien está poblando la tendencia: gente de clase media-alta, cercana al mundo creativo y cultural, con sensibilidades izquierdistas y gustos alternativos. Mientras las personas de clases humildes se apropian de estilos y marcas de personas ricas creyendo que el ascensor social les llevará a algún piso más elevado, personas privilegiadas fagocitan a la indumentaria que condena a las que no lo son a unas condiciones laborales precarias creyendo que están rompiendo alguna barrera social. Un auténtico juego de sillas que constata que la tensión entre clases es uno de los principales motores de la moda.
Pero, en definitiva, nada nuevo bajo el sol, ya que, en el pasado, la reina María Antonieta ya se hizo construir un idealizado pueblecito dentro de los jardines de Versalles y, disfrazada de pastora, se rodeaba de cabras y aldeanos cuando el estricto protocolo de palacio la saturaba. La duquesa de Alba se vestía de maja, imitando la corriente de reivindicación popular del momento, afín a la visión rousseauniana de idealización del campo. Tampoco podemos olvidar las mascaradas, donde los cortesanos se entretenían vistiéndose excepcionalmente de quienes no eran. La estetización y exotización de las clases bajas por parte de los privilegiados nos ha acompañado de forma recurrente desde las proclamas ilustradas de libertad, igualdad y fraternidad. Pero lo que no podemos olvidar es que las grandes revoluciones liberales terminaron sirviendo a los intereses burgueses y obviando el empoderamiento del pueblo. Tal como afirmaría el lema del despotismo ilustrado: “Todo para el pueblo pero sin el pueblo”,
En ningún caso creo que no podamos escapar de la estética que se cree que nos corresponde por nuestra condición, aunque que tampoco podemos olvidar que las realidades sociales y culturales cargan de semántica y de lucha política las diferentes formas de vestir, las cuales, fuera de contexto, acaban reducidas a continentes sin contenidos. Lo que está claro es que, lejos de derribar las desigualdades sociales con estos intercambios estéticos, básicamente estamos removiendo las aguas más superficiales. Con esto no estoy diciendo que la ropa no sea un arma de gran potencia simbólica, pero si ésta no va acompañada de una clara voluntad de transformación, su efectividad es difícil. ¿O alguien cree que cuando alguna persona se viste con un uniforme de repositorio de supermercado también quiere asumir sus condiciones laborales? En cualquier caso, seguimos haciendo que todo parezca que cambia para que no acabe cambiando nada.