En el Comemos está la siguiente frase como titular de la entrevista al cocinero Heston Blumenthal: "Si no tenemos cuidado, Ozempic arruinará la industria de la restauración". Me quedo la frase. Ozempic es este medicamento para diabéticos que "hace adelgazar". Hace adelgazar porque se ve que hace perder el apetito. A mi alrededor todo el mundo toma y dice que ha perdido peso. "Te hace perder el apetito, estás harto", te dicen. Yo soy de las que, cuando deben ponerse a dieta, optan por el método tradicional de ir alternando vídeos de gente iluminada que medita y se purifica con vídeos de mataderos y fábricas de hamburguesas. Me hago de la secta de quienes odian a los procesados y se fusionan con el cosmos cada día de siete a nueve. Convencida, paso la maroma.
Mis amigos que toman Ozempic son de ir a restaurantes, aman el vino y la buena comida, por lo que quizá Blumenthal, que los conoce, porque los verá en su casa, tiene razón. No irán. Pero no irán porque serán incapaces de elegir una opción –y perdonen la palabra– saludable. Cocinan en casa, pero para ocasiones especiales. Cocinar para el día a día puede resultarles más aburrido. Hacer una verdura para la cena no es para ellos, y la ensalada es sólo un acompañamiento para dejarse en el plato de la hamburguesa. No sé cuál es el tipo de hambre que este medicamento te hace perder. Nuestro apetito, normalmente, es impostado. Yo siempre me digo que si no me apetece mucho, mucho, mucho gusto una manzana, si me apetecen, pongamos por el caso, unas patatas bravas, no es hambre. Son ganas. Sé que cuando dejen el medicamento, la fuerza de voluntad y la cordura ya habrán desaparecido del todo, y entonces la voracidad se les comerá.