Hay días que durarán años

Esta frase del añorado Ovidi Montllor nos recuerda que hay hechos concretos que tienen alargadas consecuencias, que van mucho más allá del momento concreto en que suceden. Uno de estos hechos es la firma del convenio para el programa María Goyri, que el gobierno central del Estado, la Generalitat de Catalunya y las universidades públicas firmaron el 17 de octubre y que implicará la creación de un total de 1.168 nuevas plazas de profesorado lector para las universidades públicas catalanas.

El marco en el que se crean este millar largo de plazas de profesorado lector es la nueva ley orgánica del sistema universitario, la LOSU, que regula las dedicaciones docentes del profesorado universitario. Por decirlo lisa y llanamente, en la práctica, lo que se hace es reducir esta dedicación y, por tanto, ahora hace falta más profesorado para impartir la misma docencia.

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El convenio María Goyri es un gran logro porque permitirá al sistema universitario catalán convocar un número importante de plazas de profesorado lector, es decir, en formación, lo que nos sitúa ante la mayor oportunidad de los últimos treinta años de hacer un salto adelante imprescindible en materia de docencia e investigación. Más aún teniendo en cuenta que el profesorado universitario está claramente envejecido y que el repuesto generacional es ineludible. La firma del día 17, por tanto, no fue un mero trámite administrativo, sino el inicio de una transformación de alto impacto en el profesorado universitario. Y esto es toda una declaración de intenciones institucional, como lo demuestra el hecho de que la cita reuniera, además de la consejera de Investigación y Universidades, Núria Montserrat, la ministra de Ciencia e Innovación, Diana Morant, el presidente Salvador Illa y los rectores y rectora de las universidades públicas.

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Ahora bien, como cualquier otra operación de gran envergadura, el programa María Goyri no está exento de riesgos ni de zonas de sombra que hay que identificar y poner sobre la mesa con pocos tapujos y mucha transparencia. Los he agrupado en tres bloques para no alargarme.

En primer lugar, existe el riesgo de que en el futuro las administraciones puedan jugar con los conceptos y allí donde antes se decía quince después queden las once y media. Las universidades deben poder planificar cómo harán este proceso, en ejercicio de su autonomía, de forma que no haya ni sorpresas ni interpretaciones ex novo. Digo esto a la vista de la frecuencia con la que desgraciadamente se produce ese juego. Es una constatación que conviene subrayar.

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El segundo riesgo radica en que las universidades no acaben haciendo una verdadera política de rejuvenecimiento del profesorado con estas nuevas plazas. Si al final del proceso de contratación no existe una rebaja clara y contundente de la media de edad, si no identificamos el equilibrio de género, si no somos respetuosos con las diferentes especialidades académicas, y si no incorporamos personas con talento y méritos contrastados, las consecuencias serán nefastas para el funcionamiento y para la credibilidad del sistema.

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El tercer riesgo es que las administraciones consideren que con este paso el trabajo ya está realizado. Nada más lejos de la realidad. El programa María Goyri es, ciertamente, un paso fundamental, pero en ningún caso es el paso definitivo, porque en las universidades nos permitirá recuperar sólo una parte del músculo que perdimos en las crisis de 2007 y 2014. El resto del músculo depende del personal técnico, el PTGAS, que requiere con urgencia un plan de acción de la misma envergadura y del mismo compromiso institucional para aumentar y rejuvenecer la plantilla. Depende también de la actualización de las infraestructuras universitarias, actualmente envejecidas y estropeadas: debemos aspirar a tener un mapa de infraestructuras coherente con el inmenso potencial del sistema universitario público. El músculo lo recuperaremos, sin duda alguna, también en el momento en que podamos disponer de un presupuesto solvente y de contratos programa transparentes y ambiciosos. No puede construirse la sociedad del conocimiento con un presupuesto inestable. Y pronto tampoco se podrá gestionar nada con un sistema tan burocratizado como el actual, más basado en el control que en la confianza, especialmente en la investigación. Lo preocupante es que, mientras toda esta musculatura sigue sin estar a pleno rendimiento, los rectores y rectoras asistimos, entre preocupados y atónitos, a la proliferación de universidades privadas en el conjunto del Estado. Nuevos centros que no ofrecen suficientes garantías de calidad ni ayudan a democratizar y extender la educación superior para todos. Ante este escenario, el sistema público debe ser más que nunca un modelo de calidad, abierto a todo el mundo y con una gestión eficaz y transparente. Ahora tenemos la oportunidad de conseguirlo.

No me dirán que no hay hechos, instantes y días que durarán años.

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