Las dos golondrinas entran por el balcón y con el chillido que les es propio dan vueltas al comedor, de paredes de piedra, vigas en el techo, un televisor, sí, pero junto a la chimenea, en el rincón más oscuro, negra de hollín.
La mujer las intenta asustar y como no sale las observa. Una se pone encima de la balda de madera de la chimenea. La otra sigue volando en círculos. De repente, tiene la sensación de que está atrapada, la otra, que lo entiende, y también emprende el vuelo. No saben cómo salir, ahora. La mujer abre el balcón y se alejan.
Buscan siempre viviendas algo pobladas por humanos. Así los zorros no les harán daño, no se atreverán a acercarse a ellos. Pero también les buscan algo discretos. Entre las piedras de esta casa, bajo las vigas, hay sitios para llenar de arena y saliva ("arena y saliva" parece el nombre de un poemario de cuando el catalán todavía era algo). Ya se imaginan el nido en la esquina del techo. Se miran con ilusión. Ya vendrán, después, las peleas domésticas.
La mujer abre los ventanales e intenta echarlas. No es buena decisión. Como cuando una araña hace la casa en el alféizar de una ventana. Como dos jóvenes a punto de hipotecarse, pensando que Euribor cae, pero no pensando en los peligros de mañana, cuando vuelva a subir. La mujer sonríe. Les ha gustado el sitio y les agradece, a ella la consideran, pues, medio amigable. Los echa muelles, les pone agua, no estorba. Pero no. No se pueden hacer la casa aquí, porque serán desahuciados. Qué grave le sabe, porque, como el día que la araña tejió la telaraña (y ella lo miró embobada), ver cómo las golondrinas se construían la casa le habría fascinado. Como los amish cuando, en comunidad, construyen un granero. Como los tres cerditos, cada uno haciéndose una casa, sin IBI, sin impuestos, sin banco. Sólo con el lobo, que sopla y, por tanto, no es tan terrible.