Una historia pequeña

La historia de una motorista que se detuvo a abrocharle los zapatos a una anciana que iba cargada con bolsas en Barcelona ha trascendido como una historia emotiva y solidaria que pone de manifiesto la necesidad que tenemos de noticias que, en realidad, no lo son. Ciertamente, el gesto de la motorista a la que aquella señora hizo pensar en su madre, y a quien quiso evitar la probabilidad de caer, reconforta en una ciudad que cada vez tiene su ciudadanía más alienada, donde parece que si no vas a la tuya eres ingenua o directamente imbécil. Pero lo cierto es que, si no fuera por esos gestos cotidianos que se dan todos los días por todas partes, la vida sería mucho más insostenible. Se dan, afortunadamente, y la mayoría no acaban convirtiéndose en una noticia, diría que también afortunadamente, porque se les da una categoría excepcional cuando en realidad deberían formar parte de nuestra cotidianidad. Además, se cuentan con una dosis de cursilería innecesaria que quita a la anécdota parte de su encanto. Una mujer ayuda a otra sin esperar nada a cambio, la otra quiere darle las gracias, y finalmente se encuentran para que el agradecimiento se haga efectivo. Es bonito cuando nos ayudamos sin esperar convertirnos en heroínas, y es bonito agradecer a los demás todo lo que hacen para que nuestra vida sea más agradable, pero no es necesario magnificarlo ni buscar una emotividad forzada. Aunque el hambre que tenemos de gestos de buena voluntad haga que las emociones también sean exageradas, controlémonos, por favor. Porque al final solo seremos sensibles a la cursilería, y eso sí que nos volverá imbéciles a todos. Conste que lo digo con respeto, aunque no lo parezca. Y conste también que la mayoría de nosotros hemos actuado muchas veces como la motorista, quizás sin abrochar zapatos pero sí acompañando cuando la situación lo ha pedido. Porque a pesar de la sensación (?) de que el mundo se va a la mierda, todavía hay empatía y refugios, a menudo mucho menos noticiables.

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Pero de la misma forma que somos sensibles a los más vulnerables, y la vejez en muchos sentidos lo es (en muchos otros, en absoluto), después no sabemos qué hacer con esa vulnerabilidad. Es el caso de las personas mayores, a las que acabamos colocando en residencias donde ninguno de nosotros querría acabar y después nos quejamos de cómo los tratan. Una premisa importante: no se trata de juzgar a nadie, porque las circunstancias de cada uno son inescrutables. Pero ¿qué queremos exactamente? ¿Y cuántas veces nos exclamamos por determinadas situaciones, lo que manifiesta una hipocresía notable entre lo que hacemos y lo que decimos? La familia sigue siendo el pilar de nuestra sociedad, pero la familia es menos familia cuando tienes que hacerte cargo de una persona mayor. No hemos resuelto este tramo de la vida que cada vez afecta y afectará a más personas del Primer Mundo. Infantilizamos a las personas mayores y decidimos cómo tienen que vivir en función de nuestros propios intereses. La historia de la motorista y la señora mayor que llevaba los zapatos desabrochados me ha hecho pensar en cómo nos resulta mucho más atractivo hacer un gesto pequeño y satisfactorio que uno grande y mucho más complejo. Lógico, por otra parte. Por eso tampoco hacemos nada para evitar que desahucien a la gente mayor de su casa, donde tienen toda una vida llena de recuerdos que esperan ver cuando mueran, para irse más acompañados. Un barrio que conocen y en el que los conocen. Queremos una vida larga, pero no la queremos desvalida. Y seguramente nos emociona una historia pequeña porque la mayor se nos hace inalcanzable. Nadie es culpable. Pero está bien pensar en ello.