En la derrota de Kamala Harris se podrán tener en cuenta un sinfín de motivos que la explican, pero faltará a la verdad todo análisis que no tenga en cuenta el factor principal: es una mujer. También el segundo factor principal: es negra. Pero es fundamentalmente una mujer. El pueblo americano ha hablado y, antes de ser gobernado por una mujer, ha preferido ser gobernado por un macarra. Millones de mujeres lo han votado, naturalmente. Bueno, en esto consiste la democracia. La candidatura de Harris será ahora pasto de politólogos, sociólogos y estudiosos de mil y una disciplinas, pero es una lástima que haya fracasado porque era una propuesta que (a pesar de las contradicciones del establishment progre, y otras miserias que ahora serán minuciosamente despiezadas, porque no hay piedad con los perdedores) no dejaba de ser revulsiva: se trataba, volvemos a decirlo, de una mujer. Y exhibía actitudes como cordialidad, empatía, buenos modales e incluso buen humor, frente a la grosería, la prepotencia y el agror constante del trumpismo. Esto no es ninguna revolución (ahora las revoluciones las hacen los reaccionarios), pero sí que era interesante. Y necesario. Tras la victoria estallante de Trump (ha obtenido el poder absoluto), es previsible que Harris sea retirada del liderazgo demócrata, y que la suceda alguien que los spin doctors piensen que tiene más probabilidades de victoria en las próximas elecciones, es decir, un hombre blanco. Y con un discurso aún más conservador que el de Harris (no la llamo Kamala porque, a diferencia de casi todo el mundo, no la conozco personalmente).
Que un presidente sea descabalgado del poder tras el primer mandato, y conquiste un segundo mandato después de cuatro años en la oposición que empezó animando a las multitudes para asaltar el Capitolio, es un hecho único en la historia política de Estados Unidos. Aparte de las consecuencias económicas y geopolíticas que tendrá la segunda presidencia de Trump, existe un mensaje social que se envía a todos los rincones de América y de Europa. Dice así: racistas, tenéis razón. Sionistas que negáis el genocidio a Gaza, tenéis razón. Nacionalistas fanáticos, tenéis razón. Machistas, violadores, agresores de mujeres, tenéis razón. Homófobos, tenéis razón. Negacionistas, tenéis razón. Chulitos, charlatanes, fanfarrones y milhombres, tenéis razón. Maleducados, tenéis razón. Resentidos con ganas de culpar al mundo entero de vuestras carencias, tenéis razón. El mundo es vuestro.
Una de las primeras felicitaciones que recibió Trump fue la del presidente ucraniano Volodímir Zelenski, que incluía esta frase: "Es la hora de los patriotas". Cierto, y es terrible. Significa un apagón general de las luces de la razón, y la supremacía de la emotividad y la víscera. Por patriotas debemos entender fenómenos tenebrosos como el propio Trump, u Orbán, o Meloni, o Le Pen, o Netanyahu, o Putin o el propio Zelenski. Debemos entender salvapatrias como Feijóo, Ayuso o Abascal, o los predicadores demagogos del independentismo catalán reaccionario. Nunca habían sido tan ciertas las palabras de Samuel Johnson: “El patriotismo a menudo es el refugio de los sinvergüenzas”.