Los huevos y el coste de vivir
Hace dos años ya nos pasó con el aceite. El año pasado con el chocolate. Y ahora nos pasa con los huevos. Con cada viaje al supermercado, una sensación repetida: los productos más básicos de nuestra compra cada vez cuestan más. El precio de los huevos ha subido más de un 20% en un año, y en algunos supermercados la docena supera ya los 5,4 euros –hasta 6,5 euros en el caso de los ecológicos–. Cuando un producto tan elemental como los huevos se convierte en tema de debate en el Congreso, sabemos que algo pasa.
Como se explicaría en un curso de introducción a la economía, por un lado, la gripe aviar ha obligado a sacrificar a millones de aves y ha reducido la oferta de forma repentina y, por el otro, consumimos más huevos que antes: la pandemia disparó su consumo doméstico y la demanda se ha mantenido a niveles históricamente altos. Si le añadimos los costes crecientes del pienso, de la energía y del transporte, y las nuevas exigencias de bienestar animal, el resultado es un mercado muy tenso en el que cualquier choque dispara los precios. En contextos así, incluso pequeñas decisiones dentro de la cadena de distribución –endurecer márgenes, retener stocks, anticipar escasez– pueden amplificar aún más las subidas.
Pero lo que realmente preocupa no es solo el precio de los huevos, sino lo que simbolizan. Después de unos años de inflación elevada, muchas familias tienen la sensación de que la vida se ha encarecido de forma permanente y de que las cosas esenciales –la comida, la energía o la vivienda– cada vez son más difíciles de asumir. Es lo que en inglés se llama affordability: la falta de asequibilidad de los bienes y servicios más básicos. En el fondo, se trata de si los ingresos del hogar –salarios y ayudas– llegan o no para cubrir el coste real de vivir. Esta distancia, que se disparó en el 2022, reaparece ahora con cada nueva subida en los básicos de la cesta de la compra. No es un problema puntual de oferta y demanda: es una sensación de fondo que erosiona la confianza económica y alimenta el malestar social.
En Estados Unidos, el precio de los huevos se convirtió en un símbolo político hace años: Donald Trump ganó las elecciones del 2016 prometiendo bajar unos precios que ahogaban a muchos hogares. Y hoy podría perderlas por el mismo motivo: los precios de los huevos siguen subiendo. Los rivales más exitosos del trumpismo –como el recién escogido alcalde de Nueva York, Zohran Mamdani– lo han entendido mejor que nadie: el malestar central de los estadounidenses no es el paro ni el crecimiento, sino el coste de la vida. Y cuando no se pueden pagar los básicos, la batalla electoral se decide en el supermercado, no en los debates televisivos.
Catalunya no es una excepción. La economía crea empleo, el PIB crece y muchos indicadores avanzan en buena dirección. Pero el coste de la vida sigue siendo el gran punto ciego de las políticas públicas. La vivienda, la alimentación y la energía se comen una parte creciente de los ingresos familiares y explican un malestar que no siempre aparece en los datos macroeconómicos. Al fin y al cabo, no hay relato político que pueda competir con la impresión de que vivir es cada vez más caro.