De repente, oímos un ruido escandaloso en el motor de nuestro coche. Como flojeamos en mecánica del automóvil, tememos que sea una avería grave y lo llevamos inmediatamente al mecánico. Éste levanta el capó, escucha el ruido con atención e inmediatamente lo percibe como un síntoma preciso del que no funciona. Ajusta un par de tornillos y soluciona el problema. Todo, dos minutos. Pero estos dos minutos son la síntesis de un montón de años de aprendizaje, de superación de crecientes dificultades que le han permitido ir afinando el oído. Allí donde el lego sólo oye ruidos, el experto oye un lenguaje. Lo ignorante en matemáticas, por ejemplo, es completamente inconsciente de que la naturaleza siempre le está hablando, precisamente porque habla con el lenguaje de las matemáticas.
La condición de experto se alcanzaba hasta ahora con la superación de lo que podemos llamar dificultades deseables. Sin embargo, hoy en día hay quien cree que la experiencia ha dejado de ser útil, ya que, con la IA, disponemos de todas las respuestas de manera casi instantánea. ¿Por qué no dejar que ella se encargue de la interpretación de las cosas?
Los astrofísicos, médicos, ingenieros, economistas... utilizan la IA con resultados espectaculares. También los erotómanos, los que buscan formas sofisticadas de envenenar a su pareja o los que quieren saber cómo sonaría Led Zeppelin si Jimmy Page hubiera sido Paco de Lucía.
Las tecnologías son prótesis antropológicas que amplifican nuestra imaginación de lo posible, y entre las posibilidades que tenemos al alcance está la renuncia al esfuerzo de aprender los lenguajes del mundo, lo que implica perder la capacidad de hacer las preguntas adecuadas a la realidad.
A todo el mundo le puede convenir, de vez en cuando, encargar comida a un restaurante. Es fácil, rápido, limpio y no muy caro. Pero si convertimos esa conducta en hábito, olvidaremos el noble y sofisticado arte de la cocina, la capacidad para dialogar con los productos de la plaza del mercado. Quizás estamos asistiendo a la separación cada vez mayor entre los que aman la cocina y los que sólo quieren comer.
¿De qué debería encargarse la escuela, enseñar a comprar comida o enseñar a cocinar? O, dicho de otro modo: ¿la IA debe ayudarnos a situar a los alumnos ante dificultades deseables o transferir los procesos mentales humanos a las máquinas?
Hay investigadores convencidos de que esta transferencia es la responsable del famoso efecto Flynn (el descenso del CI en los países desarrollados, especialmente en los del norte de Europa, desde finales del siglo pasado). Parece que el vaciado de la memoria procedimental estaría debilitando el razonamiento, dificultando el aprendizaje, disminuyendo la eficiencia y estimulando la pereza cognitiva (especialmente en la reducción de las conductas de autorregulación, autocorrección y reflexión pausada).
No digo que las nuevas tecnologías sean sólo instrumentos de transferencia masiva de la inteligencia humana a exomemorias, sino que deberíamos emplearlas como un espolón, no como un sustituto de nuestro intelecto.
Es cierto que los astrofísicos o médicos utilizan la IA con resultados espectaculares. Pero estos resultados ponen de manifiesto lo que puede dar la alianza entre la capacidad de preguntarse del experto y la tecnología.
En la actualidad, los docentes estadounidenses parecen cada vez más escépticos sobre los efectos de la IA. El 50% se muestra muy preocupado por la posibilidad de que fomente la propagación de la mentira, erosione la privacidad personal, elimine puestos de trabajo humanos y manipule el comportamiento humano. ¿Estamos ante un fenómeno coyuntural?
En mi opinión, la pregunta que hoy resulta pedagógicamente impostergable es esta: ¿nuestra nuestra utilización de la IA nutre nuestro potencial cognitivo o frena su desarrollo? ¿Nos sitúa ante dificultades crecientes, pero deseables, o ante facilidades que no ayudan a crecer intelectualmente? ¿Está fortaleciendo nuestra condición de autores o la de consumidores? Si la IA nos hace un trabajo, ¿no seríamos los coautores? Y si pedimos a la IA que nos corrija el estilo de un texto propio, ¿no estamos renunciando a la voluntad de estilo, a dejar la impronta de lo que somos en lo que hacemos para convertirnos en seres intercambiables? ¿Sigue siendo cierto que le style c est el homme même? ¿Se puede conquistar un estilo propio sin el empeño de conquistarlo?
Recordemos que estilo procede del latín stilus, que designaba el estilete para escribir. Hoy, cuando el estilete ha sido sustituido por el teclado, ¿sigue siendo verdad que, como decía Proust, el estilo es la calidad de la visión?