IA: ¿utopía o distopía macho?
En abril de este año tuvo lugar el simposio anual que organiza TED para debatir los avances en tecnología y diseño (provenientes mayoritariamente de Silicon Valley). La conferencia inaugural corrió a cargo de Carole Cadwalladr, una periodista de investigación que fue denunciada tras su realización una charla en 2019. En aquella ocasión, habló de la votación del Brexit y la influencia que tuvo Facebook –la red desde la que más se difundieron informaciones sesgadas o directamente falsas–. Cadwalladr ya había escrito un reportaje sobre el escándalo de Cambridge Analytica en The Observer, pero la conferencia TED fue lo que el multimillonario Arron Banks utilizó para demandarla. El de la periodista ha sido un caso paradigmático de SLAPP (litigio estratégico contra la participación pública), una técnica –que los catalanes conocemos bien– en la que se utiliza un pleito como castigo ejemplar disuasivo. Pese a la dureza del aviso, Cadwalladr regresó al simposio TED para dirigirse a los CEO de Silicon Valley: esto, señores, parece un golpe de estado digital.
Cadwalladr quería dirigirse, más concretamente, a Sam Altman (CEO de Open AI), que estaba entre los asistentes. Porque, según ella, la IA se ha construido a partir del robo. Para construir la IA, para crear su producto, las empresas ignoraron la legislación sobre la propiedad intelectual. Roban nuestros textos, nuestras canciones, nuestras imágenes, nuestras voces. Absolutamente toda la reflexión, el arte, el "contenido" y las interacciones a las que han tenido acceso porque estaban en la nube. Y lo roban con el objetivo de poder recrear todo esto sintéticamente, prescindir de la mayoría de nosotros. Pero para Carole Cadwalladr, el despropósito no acaba ahí. Porque si la información es poder, la privacidad también es poder, defiende Cadwalladr. Lo dice con conocimiento de causa, dado que durante los años del juicio ha estado sometida a un escrutinio exhaustivo de todos sus movimientos digitales (ergo de sus pensamientos e intimidades). Sin embargo, la privacidad sigue perdiendo terreno: si ya no nos queda prácticamente nada que pertenezca a la esfera privada, utilizar la IA como ayudante-confidente eliminará los últimos reductos de privacidad que todavía conservábamos.
La conferencia inaugural de la periodista también escenificaba la radicalidad del patriarcado digital. Una mujer, en los márgenes del poder, pisada por el poder, intentaba convencer a quienes le acaparan de que están siendo demasiado temerarios y agresivos con sus empresas. Sin embargo, Carole Cadwalladr es sólo una de las muchas mujeres del ámbito tecnológico con este espíritu de resistencia. Como parte de su proyecto periodístico How to survive broligarchy, este verano Cadwalladr entrevistó a Karen Hao, que analiza la situación en términos muy similares al libro Empire of AI. Hao es otra de las figuras más relevantes del periodismo especializado en el mundo tecnológico y es también muy crítica con la deriva actual. El libro de Hao explica la evolución de la compañía que dirige Altman, que pasó de ser una organización de investigación sin ánimo de lucro (cofundada con Elon Musk) en ser la empresa con la proyección más fulgurante del planeta. Open AI ahora forma parte de Stargate, un proyecto con una inversión inicial de 100.000 millones de dólares (que puede llegar a quintuplicarse en los próximos cuatro años). A una velocidad récord, la compañía de Altman, avalada por el banquero japonés Masayoshi Son, ha empezado a construir el mayor centro de datos del mundo en Texas.
Hao califica el discurso de los tech bros de casi religioso: el desarrollo de la IA es como la búsqueda del Santo Grial. Según Hao, la IA debería entrenar sólo con una cantidad de datos limitada y para fines concretos (como resolver problemas ecológicos o médicos, por ejemplo). En cambio, lo que estos empresarios tienen en el horizonte es conseguir una IAG (inteligencia artificial general) que supondrá un coste ecológico y social que parece inasumible. Las disrupciones que veremos en los próximos años no tendrán precedentes, porque la escala de esta infraestructura –digital– tampoco la tiene. Con Trump en el gobierno, todo son facilidades para las empresas que persiguen el IAG, da igual que necesiten una cantidad ingente de agua potable (para refrigerar el calentamiento que provoca tanta computación) y de energía eléctrica. Si parecía que íbamos a dejar atrás la energía nuclear, ahora los planes son otros: en Estados Unidos están recuperando antiguas plantas nucleares y han acelerado la extracción de uranio. La IA necesita toda la energía que podamos producir y más. Y si sobrevivir a la IA en términos ecológicos será complicado, en términos sociales lo será aún más. La disrupción irá mucho más allá de un desbarajuste doloroso en el mercado laboral, porque lo que la IA pondrá en duda es el valor de nuestras ideas, de nuestras creaciones (pero esto lo dejo para otro artículo).
Cadwalladr y Hao son radicales en sus preceptos: deberíamos ignorar los modelos de lenguaje mientras estén liderados de esta forma, utilizar software libre siempre que sea posible y utilizar redes de mensajería como Signal (que no funciona con IA y que está liderada por otra activista, Meredith Whittaker). Estas medidas son difíciles de aplicar, pero ambas coinciden en una vía que sí es inesquivable: el papel protagonista de la opinión pública para exigir nuevas leyes y una ralentización del ritmo del progreso (que nunca había sido tan apresurado). De momento, existe un gigante del periodismo que se ha sumado a la resistencia. En 2023, The New York Times demandó el binomio OpenAI-Microsoft para entrenar a ChatGPT con sus artículos ignorando los derechos de autor. En una entrevista de noviembre de 2024, Sam Altman dijo a Andrew Ross Sorkin, periodista de economía del diario neoyorquino, que el NYT se había colocado en la esquina equivocada de la historia. "Podemos hablar de ello y debatirlo, y lo haremos –creo– en el juzgado", le contestó Sorkin.