Identidades obsoletas, identidades por venir
Cuando la pasada semana apelaba a una nueva inteligencia –también podría haber dicho un nuevo imaginario– para referirnos a los procesos migratorios que vive nuestro país, lo que quería decir es que hay que saber hablar de la realidad social a la altura de las circunstancias. Que existen viejos conceptos que no se ajustan a las nuevas realidades. Que los que deben ajustarse a la realidad son los conceptos, no al revés. Que hay que pensar de la forma que nos acerque lo mejor posible a los hechos –y si puede ser, a la verdad–, sobre todo a los que nos resultan conflictivos y que más inquietan. Que se debe evitar enmascarar o mistificar la realidad, tanto si se hace intencionadamente para hacerla más pasadora como si se hace con mala fe para alarmarnos y sacarle partido.
Y lo mismo podríamos decir de otro concepto que, casi indefectiblemente, se asocia al de inmigración: el de identidad. Por así decirlo, la identidad tampoco ya es lo que era. En sociedades más estables había formas de ser y de vivir más duraderas, más homogéneas y más ampliamente compartidas. Había identidades familiares, por ejemplo, que perduraban varias generaciones asociadas a un nombre, o mal nombre, ligado a la casa. Pero en sociedades tan abiertas, tan cambiantes –más que líquidas, gaseosas–, tan heterogéneas, ¿qué es la identidad? Y eso tanto en el plano general como puede ser en el nacional, como en el plano estrictamente personal en el que cada vez son más frecuentes las crisis a medio recorrido vital que conllevan "según viajes" como a veces se ha dicho.
Los modos antiguos de pensar la identidad nos abocan a confusiones graves de comprensión y de actuación sobre la realidad. Huelga decir que las concepciones esencialistas -tipo "qué es ser hombre", "qué es ser joven" o "qué es ser catalán"- hacen aguas por todas partes cuando ahora se pretende dar una respuesta precisa. Incluso un buen aforismo como "Quien pierde los orígenes pierde la identidad", que en un determinado contexto social y político ha tenido un sentido crítico y de resistencia, fuera de tiempo y lugar algún imbécil podría considerarlo racista. La frase tiene sentido ante quien intenta borrar sus orígenes –la Historia, la lengua...– para hacernos desaparecer como pueblo. De acuerdo. Pero ¿y si el mantenimiento nostálgico de unos orígenes mistificados –sean los de los autóctonos o los de los forasteros– se convierte en una barrera para construir nuevas pertenencias al servicio de la creación de una comunidad cívica y solidaria? ¿Cómo conseguir la adhesión patriótica a una Historia o la lealtad a una lengua cuando no son tus originales?
Somos una sociedad en la que es difícil decir no sólo lo que somos, sino lo que hemos sido. ¿Hemos sido el silencio cobarde de los largos años de franquismo o el coraje de las minorías que resistieron? ¿Somos la esperanza independentista ahora mortecina o somos una sociedad resignada a reconciliarse con el represor de nuestros derechos? ¿Somos la sociedad emprendedora empeñada en crear riqueza y trabajo pese a las adversidades o somos el carpe decimos ¿de las masas sedientas de fiesta perpetua?
El uso de conceptos viejos para designar realidades nuevas explica de dónde vienen muchos malentendidos, y crea confusiones cuando se emplean para construir el futuro. La extrema derecha xenófoba, además de odio, con sus palabras relata y vende un pasado quimérico, afortunadamente, imposible de reconstruir. Pero también, y más allá de la grosera manipulación política que hizo la izquierda de aquí y la de allí tildándola de racista, cuando la diputada de Junts Míriam Nogueras, en la razonada reclamación de competencias de inmigración, mencionó la necesaria "supervivencia de nuestra identidad", el término supervivencia remitía, confusa e innecesaria, al pasado. Y, mucho peor –aunque curiosamente sin provocar ninguna alergia política–, Feijóo se ha atrevido a apelar a la hispanidad por decir que favorecería una inmigración por proximidad identitaria, supongo que por razón de una lengua y no de un pasado colonizador, lo que confirma la voluntad de sustitución lingüística allí donde tenemos otra propia. Una idea remate por Ayuso cuando ha dicho que la inmigración hispana no es inmigración. Y, por cierto, ¿no es racismo identitario eurocéntrico, la retórica cosmopolita de la izquierda extrema de Podemos, insensible a todos los genocidios menos a uno?
No es en pocas rayas y apresuradamente que se puede dar respuesta a los desafíos que aquí señalo. Pero de unas viejas identidades con pretensiones esencialistas y ancladas en un pasado poco o muy mistificado debemos ir pensando en unas identidades orientadas al futuro, construidas sobre esperanzas comunes y solidarias, donde nos puedan encontrar personas de orígenes e itinerarios diversos para ser capaces de establecer los vínculos necesarios para hacer prosperar la individua y la nariz.