Inmovilismo en el poder

1. Ben Halima. ¿Dónde está el gobierno progresista de España? Tres casos graves de actualidad interpelan una coalición que tendría que ser garantía ante la ofensiva reaccionaria de las derechas y a la cual le cuesta pasar de las palabras a los hechos. Tres ejemplos que pondré en orden inverso a la atención mediática recibida.

Ahora se ha sabido que el 24 de marzo Mohamed Ben Halima, opositor al régimen autoritario de Argelia, condenado a la pena de muerte por un tribunal militar, refugiado en España, fue devuelto a su país por la policía en un avión que salió de Valencia. No se puede alegar ignorancia: el ministerio del Interior fue advertido por el ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados) y por Amnistía Internacional. Ni caso. Es decir, el gobierno español ha entregado un disidente a una dictadura queriendo ignorar el recorrido que le espera: la cadena perpetua en el mejor de los casos. No cuesta demasiado imaginar que esta ignominia es uno de los precios a pagar para contentar a Argelia después de la inclinación del presidente Sánchez ante el rey de Marruecos. Siniestro mercadeo con las personas. ¿Es posible que quede así, que no pase nada? ¿Qué diríamos si lo hiciera el PP? No hay ningún indicio de que Marlaska dimita o sea cesado, que es lo mínimo que tendría que pasar en un caso como este. Ni siquiera hay ruido entre los partidos del gobierno.

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2. Emérito. Anticipando la primera visita del rey emérito a España después de su fuga, se ha hecho un ligero lavado de cara a la monarquía, bajo el eufemismo “un nuevo marco de actuación”. Amparados en el siniestro principio de que todo lo que es legal es moral, parece como si, una vez que los juzgados han pasado página, se preparara ya el blanqueo del emérito, que se ha salvado de la condena de sus facecias por una protección legal infantil que le da la Constitución. El hecho de que no pueda ser condenado no quita un gramo de indignidad al comportamiento de Juan Carlos I. De la misma manera que su utilidad en el momento de la Transición no puede servir de contrapeso para justificar su impunidad. Parece que la experiencia no cuenta, a pesar del patético espectáculo que ha marcado de manera irreversible la Corona. El gobierno de Pedro Sánchez, con la complicidad de la derecha y de la misma Casa del Rey, se ha negado a cualquier reforma legal para acabar con la inviolabilidad del rey, es decir, con esta singular condición de irresponsable (de no ciudadano) que le otorga la Constitución. Todo lo que no se renueva se degrada.

3. Catalangate. En fin, el ajetreo que más bullicio ha generado es evidentemente el de las escuchas: el Catalangate y sus derivadas. No por previsible ha sido menos escandalosa la información sobre las escuchas al independentismo, que ha superado cualquier límite razonable por mucho que insistan en ser comprensivos los defensores de la unidad sagrada de la patria. Pero ha tenido derivadas esperpénticas, como cuando Sánchez se ha querido otorgar el papel de víctima o cuando se ha sabido que incluso las negociaciones para la alcaldía de Barcelona han sido objeto de escuchas y seguimientos. Al margen de que ahora todo el mundo quiera sacar el jugo de la situación, este revuelo no puede quedar en nada. El CNI está a las órdenes del gobierno y este no se puede escabullir. Tiene que dar todas las explicaciones necesarias, y deducir después las responsabilidades pertinentes. No es excusa decir que estas cosas pasan en todas partes. Es cierto: no hay democracias perfectas. Pero por eso hay que estar vigilando antes de que se deterioren del todo.

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La Transición fue una ruptura bajo el miedo. Y, por lo tanto, quedaron incrustadas herencias muy pesadas que hoy ya son crónicas. Ahora vemos que ni siquiera la izquierda plural hoy en el poder osa hacer pasos en sentido reformista, y menos en un momento en que el episodio soberanista ha servido de coartada no solo al bloque conservador sino también a aquellos sectores progresistas de quienes se podía esperar una cierta renovación. El poder, si te despistas, ensucia.