La incertidumbre radical de la IA

En un mundo de infraestructuras digitales en constante expansión, la adicción, la confusión, la distorsión y la desorientación son cada vez más difíciles de eludir. Cada día que pasa cuesta más distinguir lo cierto o real de lo falso o sintético. Esto último también puede expresarse de otra manera: vamos aceptando, progresivamente, más componentes artificiales en nuestras vidas. Sin embargo, la confusión central más espinosa es intentar averiguar qué representa la inteligencia artificial (IA). Como el universo de la conciencia es todavía un misterio, hay dos ramas de pensamiento opuestas en relación con la IA y el papel que puede jugar en nuestra sociedad.

Por un lado, existe un sector que entiende que la conciencia biológica –la experiencia subjetiva resultado de operaciones de diversa índole ligadas a la percepción, la memoria y la imaginación– no es maquinal y que, además, no se concentra exclusivamente en el cerebro: los músculos o nuestras superficies táctiles, por ejemplo, Por otro lado, está el sector que defiende que nuestra conciencia tiene un funcionamiento algorítmico y que, por tanto, es posible crear máquinas conscientes. Este grupo afirma que nunca podremos competir con una IA, porque mientras que nosotros sólo podemos transferir parte de nuestra alambrada de pensamientos y conocimientos de forma torpe y lenta, las "mentes" digitales son capaces de compartir grandes cantidades de información entre ellas en un instante.

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Ante los retos que plantea el crecimiento exponencial imparable de la IA, Geoffrey Hinton –considerado uno de sus padrinos– se dedica a divulgar los peligros de no contenerla con una regulación estrictísima. El caso de Hinton, que fue galardonado con el Nobel de física en 2024 por su contribución al desarrollo de la IA, es de éstos que demuestran que el progreso no siempre elige el camino más conveniente para nuestra especie y el conjunto del planeta. Tal y como ocurrió con Paul Hermann Müller, que recibió el Nobel de medicina por el descubrimiento de las propiedades insecticidas del DDT, la comunidad científica premia un avance que puede tener consecuencias no deseadas o, en el peor de los escenarios, catastróficas. (El DDT acabó siendo prohibido; lo que pasará con la IA todavía está por ver.) Hinton, sin embargo, es plenamente consciente de que la IA pone en peligro la integridad de nuestra sociedad y de la ecosfera, y así lo expresó en el discurso de aceptación del Nobel.

Figuras como Geoffrey Hinton o Yann LeCun –otro de los padrinos de la IA– pertenecen al sector de pensadores que cree que la IA puede convertirse en consciente y desarrollar una voluntad propia y un tipo de emociones que sean eminentemente lógicas. Para nosotros, la experiencia subjetiva de existir está ligada a cosas muy diversas. Por ejemplo, una emoción como el miedo a menudo es el resultado 1) de un proceso biológico, sensorial y químico, con una gran hondura histórica; 2) de una emoción aprendida en la que puede haber coordenadas culturales recientes, seculares o milenarias; y 3) de unos razonamientos vinculados al marco mental social del momento y también a nuestra memoria y personalidad únicas. Sin embargo, la IA es sólo una entelequia. Si, tal y como pretenden sus creadores, conseguimos alinearla con nuestros intereses, su empatía será radicalmente lógica. En cambio, para nosotros y otros muchos animales, la empatía es producto de un proceso imaginativo en el que la memoria y el resto del cuerpo intervienen de forma activa. Sentir llorar a alguien, ver a un ser vivo sufriendo y reproducirlo imaginativamente nos provoca una respuesta que va mucho más allá de la razón. Somos seres sociales porque tenemos una compleja predisposición biológica para relacionarnos con otros seres.

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Según el sector crítico del mundo tecnológico, las teorías que la IA puede sublevarse –o incluso exterminarnos– forman parte de las estrategias de marketing/hype de personajes como Elon Musk. Para ilustrar sus limitaciones, este bando más escéptico utiliza el ejemplo de que la IA todavía no ha conseguido hacer cosas que para los humanos son muy sencillas, como conducir un coche de forma proficiente o montar en bicicleta. Nuestros inventos tienden a la rigidez y al agarre; la naturaleza, en cambio, es inherentemente flexible: hemos diseñado aviones y ala deltas, pero estamos muy lejos de poder volar con la libertad de movimiento y la eficiencia de los pájaros. A través de algunas analogías, este sector crítico defiende que es improbable que la IA adquiera autoconciencia: si no prevemos la posibilidad de que una cámara digital vea realmente o que una simulación de una tormenta generada por ordenador pueda acabar en un aguacero, ¿qué sentido tiene pensar que una serie de operaciones estadístico-simbólicas se pueda convertir? Pero las reflexiones de Hinton, y de otros científicos que han desarrollado la IA y que no tienen intereses corporativos, hacen pensar que quizás no podemos descartar nada del todo.

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Geoffrey Hinton fue el mentor de Ilya Sutskever, que además de ser uno de los fundadores de OpenAI ha sido su principal mente científica. Pues bien, el pasado año Sutskever abandonó OpenAI preocupado por su deriva y, como hace Hinton, ahora intenta desarrollar alternativas tecnológicas de carácter menos disruptivo. Aunque recientemente Sutskever ha expresado una opinión diferente, su advertencia había sido clara: no podemos hacernos una idea del poder que gana la IA minuto tras minuto y del riesgo existencial que ello conlleva. La revista Nature, de hecho, acaba de publicar un artículo sobre la capacidad de la IA para acceder a pensamientos preconscientes de personas que tienen una interfaz implantada en el córtex parietal posterior.

En medio de esta disparidad de teorías y experiencias, y con tan poca información sobre el funcionamiento de la conciencia, resulta difícil concluir cuál es la naturaleza de la IA. Lo que es seguro es que este momento de transición nos aboca a una situación de extrema incertidumbre en la que se está llevando a cabo una concentración de poder tecnológico sin precedentes.