Inmigración y vivienda

La inmigración es lo más importante que nos está pasando como sociedad, y es lamentable que el discurso dominante que nos llega parta de un buenismo ingenuo que celebra la multiculturalidad cerrando los ojos a las dificultades que plantea (TV3 es el paradigma), al que sólo se opone la histeria xenófoba de una nodaría que, precisamente, domina a una minoría que, precisamente que opongamos un discurso más sólido.

Este discurso debe empezar recordando que la convivencia en nuestra sociedad se basa en una solidaridad que se materializa en que los ciudadanos aportan impuestos en función de sus posibilidades y tienen derecho a los propios servicios universales: fundamentalmente la sanidad, la enseñanza, el apoyo a la dependencia y una pensión de jubilación digna.

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El sistema se basa en la solidaridad de quienes más ingresan –que acaban aportando a lo largo de su vida más que lo que acabarán recibiendo– hacia los que menos ingresan –que acabarán recibiendo más que lo que habrán aportado– y en cuanto a los derechos mencionados, los primeros son los que tienen unos ingresos medios de más de 50.00 €/. estas dos cifras el saldo es aproximadamente neutro).

Consideramos natural que cualquier inmigrante, desde el momento de pisar el territorio nacional, se integre en este esquema, sea cual sea el balance probable que acabe reportando a la sociedad, que dependerá fundamentalmente de su calificación laboral. Los inmigrantes bien formados tenderán a terminar presentando un balance positivo; sin embargo, los inmigrantes poco formados tenderán a presentar un balance negativo. Es principalmente por este motivo que los países que efectúan una estricta selección de la inmigración –Suiza, Canadá, Australia, Nueva Zelanda...– priorizan a los inmigrantes cualificados. Obviamente, ese hecho es también un argumento potente en favor de un salario mínimo elevado.

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El impacto inmediato de una inmigración masiva poco calificada sobre los servicios públicos antes mencionados –la sanidad pública, etc.– puede representarse con la imagen de la rana dentro de una olla al fuego: el efecto inmediato es imperceptible porque el inmigrante llega en edad de trabajar y solicitar poco apoyo público.

Ahora bien, la Constitución –y el sentido común– establece que la vivienda también es un derecho universal que los poderes públicos deberían garantizar ("Todos los españoles tienen derecho a una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias [...] para hacer efectivo este derecho").

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Hasta ahora hemos procurado evitar pensar simultáneamente en vivienda e inmigración, de tal modo que el discurso sobre la crisis de la vivienda raramente menciona el hecho de que Cataluña haya pasado de seis a ocho millones de habitantes en un tiempo récord, y prefiere centrarse en el régimen de propiedad, como si el problema no se hubiera presentado con la misma virulencia si la total.

Como tampoco queremos que la infravivienda en la que viven muchos inmigrantes se cronifique, el discurso serio sobre la inmigración debe tener en cuenta que proveer de una vivienda digna a todo inmigrante desde el momento en que pise el territorio nacional comporta una carga económica sobre los poderes públicos incompatible con la metáfora de la rana: estamos hablando.

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Cuando Ernest Lluch lideró la aprobación del derecho universal a la sanidad pública, hacía más de una década que en España la fertilidad había caído a plomo y faltaba más de una década para que empezara a recibir inmigración de forma masiva. Fue esa circunstancia la que permitió que la reforma tuviera éxito. Mantener la prestación universal de una sanidad de calidad en el actual alud inmigratorio es un reto mayúsculo de improbable logro; extenderla a la garantía de una vivienda digna, tal y como establece la Constitución, es una quimera.

En definitiva, cuando el Idescat publica una proyección "media" de la población catalana para la próxima década situada en los 8,55 millones, la reacción responsable, tanto por parte de la opinión pública como de nuestros dirigentes, no puede ser más que preguntarse qué medios podemos poner para impedir que se haga realidad.

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En consecuencia, cuando el alcalde Collboni nos presenta el programa "Barcelona Impulsa" y nos dice que creará 180.000 nuevos puestos de trabajo en la metrópoli, debemos pedirle dónde les piensa alojar y le hemos dicho que no hacen falta tantos, y cuando alguien insista en las bondades del Proyecto Hard Rock porque crearía muchos puestos de trabajo, debemos procurarlo también.