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Puigdemont, ayer con Aragonés, Puigneró, Borràs y Sànchez, entre otros.

El intento de ejecutar la orden europea contra Carles Puigdemont pone en evidencia, una vez más, un problema grave que afecta al funcionamiento de las instituciones y, de manera especial, la división de poderes. Una cuestión delicada porque las democracias solo funcionan bien cuando también funcionan los mecanismos de control y equilibrio entre los diferentes poderes, y esto se asume como un principio básico de comportamiento para todos ellos.

No creo descubrir nada si digo que este principio de funcionamiento institucional queda afectado cuando en las decisiones judiciales se puede mezclar el derecho con intereses políticos o posiciones ideológicas, y existen datos objetivos que generan esta percepción en la ciudadanía. Es normal que las decisiones que toman las instancias jurisdiccionales más altas tengan una trascendencia política. Pero esto no impide que los tribunales tengan que tomar sus decisiones aplicando el derecho sin la influencia otras consideraciones. No es una cuestión fácil porque el derecho siempre tiene márgenes interpretativos y este riesgo existe. Detectar si pasa tampoco es fácil porque requiere saber cuáles son los motivos últimos que llevan a una decisión y hasta qué punto pueden influir elementos ajenos a las normas jurídicas.

Asimismo, se puede establecer la presunción de que esto está sucediendo en determinados casos. Por ejemplo, cuando no se esconde que los intereses partidistas impregnan el sistema de designación de los órganos jurisdiccionales, o cuando determinadas decisiones judiciales no se pueden explicar razonablemente sin la concurrencia de un sesgo político. Los acontecimientos relacionados con Catalunya en esta última década son una buena prueba de la existencia de este problema. La sentencia del Estatut vino precedida de un procedimiento lleno de irregularidades para decantar una mayoría en contra del Estatut. Y la misma sentencia del Estatut difícilmente se puede explicar sin una voluntad por parte del TC de enmendar plenamente el poder legislativo o, más concretamente, a una mayoría política, así como de reducir los márgenes operativos de la Constitución en materia de autogobierno que expresamente dejaron abiertos los mismos constituyentes.

La nefasta sentencia del Estatut tiene mucho que ver con lo que ha pasado después en Catalunya. Se puede discrepar sobre cómo se llevó el Procés y sobre cómo se decantó finalmente en el otoño del 2017. Pero no creo que haya tanta discrepancia sobre la respuesta judicial que recibieron los hechos, porque en esto la crítica a la sentencia del TS va más allá del mundo independentista, aunque no todo el mundo lo reconozca públicamente. La condena por sedición fue notoriamente desproporcionada a los hechos ocurridos y omitía una cosa tan esencial como la importancia que tiene en democracia el ejercicio de libertades básicas como la de expresión y reunión pacífica. Se nota que la sentencia del TS quería ser sobre todo “ejemplar” –un aviso para navegantes– por el trasfondo político que tenía el Procés, a pesar de que necesitó recurrir a una interpretación retorcida del Código Penal.

El juicio del Procés muestra otros ejemplos que permiten dar crédito a la permeabilidad del derecho a elementos ajenos a su aplicación. El caso de la inmunidad de los eurodiputados, que ahora vuelve a ser noticia, es un ejemplo muy adecuado. El TS ha presentado ante el TJUE dos cuestiones prejudiciales sobre este tema. La finalidad de este procedimiento obedece a la necesidad de disponer de un criterio interpretativo del derecho europeo cuando un tribunal nacional tiene dudas a la hora de aplicarlo en un procedimiento que tramita. Por esta razón, la presentación de la cuestión prejudicial implica que este procedimiento queda en suspenso hasta conocer la opinión del TJUE. Es de sentido común.

Pero no lo debe de ser tanto para el TS cuando ha continuado sus actuaciones después de presentar las cuestiones prejudiciales. Lo hizo en el caso Junqueras, dictando la sentencia del Procés y creando un hecho consumado que dejó en papel mojado la posterior sentencia del TJUE favorable al eurodiputado. Y ahora lo ha vuelto a hacer intentando ejecutar la euroorden contra el ex president de la Generalitat Carles Puigdemont, cuando la cuestión judicial todavía está pendiente de respuesta y el mismo TJUE ha entendido que la ejecución está en suspenso. Cuesta mucho creer que el TS desconozca cómo funciona una cuestión prejudicial. Cuesta menos entender que no juega limpio, como también cuesta no ver una relación entre el episodio de Cerdeña y el inicio de una nueva etapa política que apuesta por el diálogo y la negociación.

Antoni Bayona es profesor de derecho en la UPF y ex letrado mayor del Parlament
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