Isabelle Huppert no habla catalán

Me sabe como mal decir que lo que más me gustó de Bérénice en el Temporada Alta, el pasado 23 de noviembre, fue el comentario de una mujer anónima que, al terminar la función, tras los aplausos, gritó: "¡Bravo, pero a la próxima en catalán!" Gran parte del público respondió al comentario con aplausos. Ya se había oído una especie de suspiro al empezar, cuando aparecieron los sobretítulos que traducían el monólogo de Isabelle Huppert solos en castellano y en inglés. Pero miramos la obra y la entendimos, claro, porqué comprendemos el castellano. Como había gente, supongo, que comprendía el francés y no necesitaba la traducción. Como hay gente que comprende el suajili y, mira por dónde, ese día no lo necesitó. Pero lo que despertó el grito, y su posterior aplauso, no va de necesidad. Tampoco va de comprensión. Ya llegaremos.

El Temporada Alta es un festival de teatro importantísimo, internacional, que al final también vive de las ayudas públicas. En su web, indican que las aportaciones de las administraciones son entre el 47% y el 49%, algunas de las cuales provienen del Ayuntamiento y la Diputación de Girona y del departamento de Cultura de la Generalidad de Cataluña. Desconozco qué normativas siguen estas subvenciones, pero sí sé que las ayudas que yo he recibido del departamento de Cultura, habría tenido que devolverlas si hubiera entregado un manuscrito en castellano o en inglés. Pero tampoco la cosa va de legalidad.

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Algunos dirán que era la semana de los programadores internacionales, y por eso eran necesarios el inglés y el castellano. Es curioso que un festival que se debe al público ("la venta de entradas ha supuesto entre el 22% y el 30% de los ingresos totales") olvide que durante la semana de los programadores también acuden espectadores locales y nacionales, y que no tienen por qué saber francés ni inglés. "Pero sí castellano –dirán–. Todos entendemos el castellano. Y la obra es en francés. Da igual la lengua, la comprendes igual: ¿qué más te importa?" Pero la cosa, decía, no va de comprensión.

Antes de ir al tuétano, quisiera apuntar que hay una traducción de Albert Mestres del texto de Racine publicada en Adesiara. Y si no estuviera, entiendo que sería posible dedicar una parte de los 818.000 € que recibe Bitò Produccions por parte de la Generalitat a encargar una versión catalana de los fragmentos que el director, Romeo Castellucci, recicla del texto original. Pero, vamos, que esto es anecdótico. Como también es anecdótico explicar que había espacio suficiente, al margen negro de los sobretítulos, para añadir una tercera línea con la traducción catalana, que resulta ser lengua oficial del país donde están representando la obra (si la lógica que instala el castellano como lengua franca es que es oficial, ¿por qué no actúan por igual con el catalán, que también lo es?).

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Inciso aparte, todo esto, como les decía, no va de comprensión ni de legalidad. Tampoco de dónde viene el dinero. Va de otra cosa. Algunos dicen que el arte no tiene lengua y habla un idioma universal, intraducible: ya lo discutían Platón y Aristóteles, Goethe sostenía que la música y la pintura conectaban sin necesidad de traducción verbal... pero hay quien afirma lo contrario. Hannah Arendt explicaba en una entrevista que lo único que queda, al final de todo, es la lengua materna. Exiliada lejos de casa, en Nueva York, decía que de la Alemania devastada por el nazismo sólo quedaba la lengua: "Siempre me he negado conscientemente a perder la lengua materna". Identificarse era entonces una forma de responsabilidad, política y existencial, también una estrategia para preservar la memoria, personal y colectiva. Y fíjense que pongo el ejemplo de alguien que no habla de una lengua minoritaria ni minorizada, para que no me salgan con lo exagerado, dramático, apocalíptico o desubicado.

Cuando decido escribir este artículo, pienso en el uso de la lengua que va más allá de leyes, comprensión, utilidad o planes de futuro para la supervivencia de lo que se muere (posiciones importantes de tener en cuenta, todo sea dicho). Pienso en otra cosa. Si entré en el reino del arte, aquel que supuestamente no tiene lengua, el reino que se puede interpretar en cualquier idioma, según dicen, si entré fue gracias a una lengua. El catalán. No sólo mirando y escuchando Una mano de cuentos en el canal Super 3, siendo todavía un niño que miraba al mundo por primera vez; no sólo leyendo a Rodoreda fascinado porque la literatura y la vida estaban allí algo precioso, algo terrible... También fue con la voz de mi madre, de mi padre, leyéndonos libros a los hijos, explicándonos relatos inventados. Así he sido escritor. Pero aún más importante: así se ha convertido en sujeto político. Y así como yo, tantos otros. ¿Pueden los responsables de los festivales más importantes del país, gente letrada y formada, presuntamente sensible a las humanidades, entenderlo?