El islam debe adaptarse a la democracia (y no al revés)
Existe una diferencia abismal entre vivir en una sociedad secularizada y hacerlo en una que no lo es. Deshacernos de la dominación teocrática y separar el poder religioso del poder político es sin duda uno de los momentos culminantes de la historia de la humanidad. Quienes hemos nacido en democracia ya nos hemos encontrado un mundo en el que ninguna religión es ley, pero cualquiera con algo de memoria puede recordar lo que era vivir bajo el oscurantismo del nacionalcatolicismo.
Las libertades individuales son incompatibles con el establecimiento de normas derivadas de textos religiosos. Es una obviedad pero no parece que todo el mundo lo vea ni entienda de ese modo. Cuando la Iglesia utiliza, de forma perversa, las leyes que persiguen la difamación o la blasfemia –que no debería ser delito en una sociedad verdaderamente laica– para imponer su agenda, lo que hace es intentar erosionar el pilar de la separación entre el poder religioso y el poder político. Pero es aún más preocupante y peligroso que muchos nuevos ciudadanos de las democracias liberales ni entiendan, ni asuman ni defiendan este principio. Los jóvenes de Roda de Ter que entrevistaba a Mònica Bernabé en su magnífico reportaje sobre los imanes en Cataluña hacen visible una realidad preocupante que todos los que estamos en contacto directo con musulmanes hemos constatado: no parecen entender que viven en una sociedad en la que no existe el derecho a estar en contra de los valores fundamentales que la sostienen, como la igualdad entre hombres y mujeres. Si estos chicos se adhieren con fervor a un converso que hace toda la pinta de ser fundamentalista es que la educación que han recibido no les ha dotado de una visión democrática del mundo y no defienden sus valores. Unos valores que, en cambio, esgrimen cuando se trata de antirracismo o respeto a la libertad religiosa. Esta última no puede ser incluida ni tolerada cuando promueve visiones que entran en conflicto directo con las libertades y los derechos individuales. Por eso, el reflejo que se desprende del trabajo realizado por Bernabé es muy preocupante: tenemos unas sociedades paralelas a la nuestra en las que la figura de autoridad es un hombre que desconoce el contexto en el que vive y que transmite unas ideas medievales sobre lo que quiere decir ser buena persona. De este modo, la maestra partidaria de la coeducación inculcará la igualdad a unos alumnos que el fin de semana irán a la mezquita, donde el imán les dirá que la mujer es un diamante que debe ocultarse para ser valioso, les transmitirá un machismo de lo más rancio o les dirá que si son buenos musulmanes irán, de trabajo y de escuela irán de derecho al infierno por no creer en la única religión verdadera.
Es urgente educar a estas nuevas generaciones en la laicidad para que integren el principio fundamental de la separación entre el poder religioso y el político, y no pretendan imponer sus creencias particulares a los no musulmanes. Los hemos dejado solos ante la influencia de los diferentes fundamentalismos (yo les llamaría directamente nacionalislamismo, ya que su proyecto no es sólo espiritual sino político y difunden la idea de que la nación única a la que pertenecen todos los musulmanes del mundo es la gran Umma islámica). Y lo que es peor: han recibido una educación democrática que sólo se han cogido por la banda que les va bien: la de la libertad religiosa y la del antiracismo. Son los terrenos desde los que han actuado las distintas organizaciones islamistas para crear un estado de opinión según el cual toda crítica al islam es islamofobia. Un sustrato perfecto para el surgimiento del fanatismo.