De todas las metáforas que pudo elegir el rey Juan Carlos para justificar su libro de memorias, la que ha utilizado es la más desafortunada: "Tengo la sensación de que me roban el relato de mi propia historia".
Desafortunada porque el verbo robar nos recuerda a los cinco delitos fiscales, al menos, por los que no pudo ser denunciado por inviolabilidad, prescripción o regularización. Con este currículum con la hacienda pública, cualquier asesor debería haberle recomendado que no se pusiera el verbo robar en la pluma.
Desafortunada porque si alguien ha robado su relato ha sido él mismo, hasta el punto de que su hijo, cuando trascendió que era beneficiario de una sociedad vinculada a una donación de 65 millones de euros de Arabia Saudí, corrió a renunciar a la herencia del padre y le retiró la asignación de dinero público que tenía reconocida en los presupuestos.
Y, sobre todo, desafortunada por injusta, porque no hay ningún caso en la historia contemporánea de España de un gobernante que haya gozado de un reconocimiento político y de tal cariño popular que en algunos momentos llegó a ser prácticamente unánime. Durante décadas, Juan Carlos pudo ir escribiendo el relato que le dio el real apetito sobre su vida y milagros, con la tranquilidad de saber que los medios y los partidos lo repetirían al dictado. Juan Carlos pudo redactar el relato más favorecedor, cómodamente instalado tras una pantalla protectora de adulaciones y razones de estado, lo que incluye el relato de su papel auténtico en el golpe de estado del 23 de febrero de 1981.
Ahora tiene 86 años, se enfrenta al juicio de la historia y debe de considerar injusta su caída en desgracia, sobre todo porque muchos que ahora lo niegan se aprovecharon de él. Pero nadie le ha robado nada.