Me ha gustado el corto del cartel de la Mercè. Ciertamente, el planteamiento es desconcertante (¿qué hace un niño llorando con sus capacidades pulmonares desplegadas en el límite y una madre próxima al colapso en un filmito de la fiesta mayor?), el nudo es angustioso y el desenlace es ilógico (los petardos despertarían a los niños) pero tierno: aquellos que hemos visto a nuestros hijos mirando boquiabiertos a los gigantes o los fuegos de artificio, al igual que les mira el niño protagonista, hemos recordado lo mágica que es la infancia. Existe un principio de poesía al final de la historia.
Por eso, cuando ahora veo el cartel, sonrío pensando en mi madre (además, me gusta cómo trabaja Anna Castillo) y en la criatura. Pero ese es el problema: sin el filmete no se entiende que aquél sea el cartel de Mercè. Si de lo que se trataba es queno-dejar-nadie-indiferentecon una incógnita, objetivo alcanzado. Porque si se trataba de comunicar alegría y ganas de fiesta, se sienten unos gajos nocturnos.
Esto si hablamos de semiótica. El problema de la creatividad contemporánea es que ya vamos tan servidos de disrupciones en la vida real que cuando nos hacen un cartel así dimitimos por cansancio. Nos pasamos el día viendo cosas que no nos gustan y sorteando mensajes que nos buscan para hurgarnos. Sólo nos faltaba Mercè, si con una tortilla de dos huevos ya cenaríamos, escuche.
Y si hablamos de política, debemos llamar a los bomberos. El desconcierto sigue porque la propuesta estética es más de los comunes que del PSCopen for business. Si encima el cartel es de la fiesta mayor de Barcelona, una ciudad que lo discute todo, del Cobi abajo, en un país al que el Proceso y la nueva inmigración le han cambiado la piel y la confianza en sus fuerzas, y en una sociedad (y unos partidos bajo seudónimo) que maneja las redes como las navajas, las hay para pedir al niño que nos deje venir a llorar a su lado.