El cartel de las fiestas de la Mercè ha provocado desconcierto porque la imagen del bebé solitario en una habitación rojiza parece más bien el póster de una película de terror. Un bebé desatendido, con cara de asustado, en un entorno hostil. Levanta la mirada como si observase a un adulto maléfico que queda fuera del plan. El vídeo que acompaña al cartel, de dos minutos y medio, potencia pretendidamente esta sensación inquietante, de aproximación a una desgracia.
La primera imagen muestra a la criatura bramando en el suelo, como si nadie se hiciera cargo. Las salpicaduras rojizas en la puerta refuerzan la idea de peligro. La música experimental es determinante para acentuar el miedo. Sonidos aleatorios: el motor de una moto que ruge amenazadoramente, golpes y chirridos que parecen alertar al espectador de un riesgo inminente. Una mujer, la madre del niño, llora y parece desesperada. Está agotada, como si hubiera perdido el control de la situación. La cámara se mantiene distante, fría, como si no sintiera compasión alguna por los personajes. Las diferentes escenas dejan vislumbrar problemas económicos, la ausencia de un entorno afectivo o una red de apoyo. La mujer dice que cree que se volverá loca e intenta consolar al bebé, que no para de llorar en ningún momento. La madre parece estar asomada al límite de su resistencia. La música sugiere que nos acerquemos a un gran desastre. La tipografía irregular de los rótulos es más propia de la caligrafía de una persona desequilibrada que un trazo infantil.
Por fin, la música experimental desemboca en tonadas folclóricas que llaman la atención de la criatura, que para de llorar. El busto de una gigante aparece danzando por la ventana y eso calma al niño. Pero la historia es engañosa. Puede caerse en la inercia más simple de interpretar que el bebé está experimentando la fascinación prematura por la fiesta mayor. Pero con el paro del llanto, la madre desaparece. Ninguna sonrisa, ninguna escena de complicidad entre madre e hijo. Ninguna alegría compartida por la alegría de un instante de alegría. De noche, el bebé yace solo en la cama, boca arriba, mientras la claridad de los fuegos artificiales de Mercè dibuja sombras terroríficas en las paredes de la habitación rojiza. El resto de la casa parece vacía, como si la madre hubiera abandonado al niño. El bebé, de repente, parece dormido en la cama, pero el sonido de los petardos nos remite también al sonido de unos disparos. Y es inevitable pensar si la madre se ha cargado a la criatura o ha decidido poner punto y final a su propia vida. Como si las detonaciones de la tragedia quedaran camufladas por los chasquidos de la fiesta. Una celebración de la fiesta ambivalente, con connotaciones de película de terror, que juega subliminarmente con elementos de violencia y crueldad. Más que ganas de fiesta te deja con el corazón encogido y te recuerda que alegría y fatalidad conviven siempre en la ciudad.