'Kit' de emergencias psicológicas
El lunes 28 de abril de 2025 quedará grabado en la memoria colectiva como el día en el que la península Ibérica se fundió a negro. A las 12.35 h un apagón eléctrico masivo paralizó servicios esenciales, detuvo trenes, dejó hospitales funcionando con generadores de emergencia y silenció de repente nuestra prácticamente inagotable hiperconectividad digital. A diferencia de la pandemia por covid-19, que viendo lo que ya ocurría en otros lugares tuvimos días para asimilar que el confinamiento podía llegar, esta vez, con este tipo de pandemia eléctrica de duración relativamente corta, todo fue repentino: la ficción de las series apocalípticas se hizo realidad sin preaviso, y todos sentimos en directo la vulnerabilidad de depender de la luz, y sin la luz cayó la red, y con la red, la red en su sentido más amplio, y eso tan analógico de llevar un billete de veinte euros encima se convirtió en la clave para resolver pequeños grandes problemas, y veinte euros se hicieron mucho más valiosos que todo lo que podemos tener en unas tarjetas bancarias, de transporte, de acceso... que durante unas horas no servían para nada más que para hacer castillos.
La primera reacción fue de incredulidad, seguida de una búsqueda instintiva de explicaciones. Primero todo el mundo miró si era un problema doméstico, pero salir a la calle y ver a los vecinos hacer lo mismo confirmó la magnitud de lo que estaba pasando y, esta vez sí, como si fuera una especie de pandemia digital, todos nos contagiamos a la vez, las 12.35 del lunes 28 de abril. De repente, lo que nos hacía gracia hace unos días –el famoso ”kit de supervivencia" de la Comisaría Europea de Gestión de Crisis– se convirtió en una necesidad real que ya no hacía tanta gracia no tener.
Pero lo interesante es que, sin tutoriales online ni nada digital, activamos entre todos una especie de "kit de emergencias psicológicas" mucho más antiguo y efectivo: calma, sentido común, empatía y solidaridad a un nivel que incluso la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, destacó como extraordinario. Los que pudimos salimos a la calle, hablamos con los vecinos, compartimos recursos, algunos euros en monedas para pagar en el bar, pilas para la radio si hacía falta, bromas sobre si era ciberataque externo o si a nosotros no hace falta que nos ataque nadie que ya lo hacemos solitos la mar de bien. Y sí, redescubrimos que la conexión humana es nuestra mejor infraestructura de apoyo, una red que no cae y que, en la desconexión de lo humano a la que nos está llevando esta sociedad de la inmediatez, se rehace sin más tecnología que la del apoyo entre personas durante al menos unas horas.
Vimos, o escuchamos en la radio de pilas, a policías y voluntarios que subían a abuelos en silla de ruedas a un duodécimo piso, a medios de comunicación que ponían altavoces para que todo el mundo pudiera oír las noticias, a ciudadanos que ofrecían agua y comida a quien se había quedado en el tren "en medio de la nada", lo que demostraba que no estaban en la nada, y todo sin aplicaciones online, bots de ayuda, inteligencias artificiales generativas ni nada que no funcionara con tecnología de la que no se enchufa a ninguna parte.
Si solo hubiéramos perdido la electricidad pero las redes sociales hubieran funcionado, nos habríamos pasado horas comentando la situación y compartiendo memes, pese al caos. Pero esta vez la incomunicación fue casi total, lo que aumentó el desconcierto pero también nos obligó a buscarnos directamente, sabiendo que volveríamos a disponer de la tecnología pero sabiendo también que en cualquier momento podemos desconectarnos del ruido digital sin que pase nada, o quizás para hacer que pase mucho.
Quizás nuestro problema de fondo no sea tanto una adicción a la tecnología generadora de ansiedades "nomofóbicas" (el miedo a no tener acceso a un móvil comunicado con internet) y aumentada por la sensación de no saber qué les pasaba a los nuestros y todo lo que nos importa (el famoso FOMO, o fear of missing out, aquí más real que nunca durante unas horas). Más bien, lo que todos, de una forma u otra tenemos y sentimos durante las horas de desconexión, o de conexión a medias, fue una especie de "adicción a la inmediatez" íntimamente ligada a nuestros teléfonos móviles. No nos pesaba solo el hecho de no poder comunicarnos con los nuestros, sino de no poder hacerlo cuando queríamos y como queríamos.
El gran apagón nos ha recordado que el bienestar digital depende de una base mucho más básica, modesta y hasta ahora invisible, que sería una especie de "bienestar eléctrico" –que obviamente es solo una licencia literaria, o no, si pensamos en cómo nos sentimos el lunes.
Sin electricidad, nuestra vida digital se funde como la cera de una vela, y nos quedamos con lo esencial (y no necesita cocinarse con la vitro) y que en el día a día a veces no vemos. Pero también hemos descubierto que somos más resilientes y solidarios de lo que pensábamos, y que serlo, además, ayuda a los demás pero también, y mucho, nos ayuda a nosotros mismos. Durante unas horas entendimos que sí, que la tecnología es maravillosa, un milagro y que nadie querría volver al siglo XIX, pero también que reducir el uso de pantallas unas horas no solo no nos afecta tanto como pensamos sino que seguro que nos dio oportunidades de hacer cosas que también nos permitieron sentir que nos llegaban likes, y todo sin electricidad, batería ni conexión.
Seguramente, dentro de unos años todos recordaremos dónde estábamos el lunes 28 de abril cuando todo se apagó. Y sí, de acuerdo, tuvimos durante unas horas un "cero energético", pero entre todos ganamos un diez en humanidad. A ver si conseguimos que la nota no baje demasiado, ahora que volvemos a tener conexión inmediata con todo el mundo.