Quien sea fraile, que tome candela
Contemplé, horrorizada, a los abusadores escondidos detrás de máscaras de payaso amoroso
Todo abuso es un abuso de poder que necesita un terreno fértil donde arraigarse. Entre 1994 y 2004, comenzó mi entrenamiento en pertenecer a pequeñas tribus donde parece que el mundo empieza y termina en la propia esferificación. Lo hice con varios grupos y centros recreativos en Lleida y Barcelona.
Algunos de ellos parecían cortados por el mismo patrón: euforia de pertenencia, pasión por el cotilleo, líderes deificados, monitores profetitzados, multiplicidad de romances clandestinos y aislamiento o aniquilación de quien cuestionara los estatutos implícitos del colectivo. Guardo experiencias preciosas que alimentaron una vocación que me acompaña hasta hoy, amistades de hermanamiento atemporal y una sensación de privilegio por haber formado parte de aquellos paraísos.
Pero, cuando empecé a cumplir los años que tenían aquellos profetas y romanceros y compartimos recuerdos con compañeras de la época, la perspectiva me dio unas nuevas gafas de realidad con las que contemplé, horrorizada, las minas antipersona que se enterraban en aquellos parques de atracciones y a los abusadores escondidos detrás de aquellas máscaras de payaso amoroso y sonriente.
En aquellos grupos, había monstruos y comportamientos monstruosos paridos y gestados por la sociedad enferma del momento (la misma de ahora pero con más descaro) que los normalizaba y aplaudía. Encurtidos y protegidos por las leyes de la perversión: la ambivalencia, los grises, las medias tintas, los límites difusos, la fragilidad y la dependencia.
Aquella visión bombardeada de mis paisajes idílicos me hizo tanto daño que, durante mucho tiempo, hice de Roberto Benigni en La vida es bella conmigo misma, remendando un relato bastante bonito para que hiciera de cortina.
Pero quiero borrarme de una vez los tatuajes verdosos del siglo pasado que me han hecho relativizar y justificar las cosas, y vestirme de impunidad. Quiero pedir perdón a las compañeras y, sobre todo, a las generaciones de después, por haber participado en aquel delirio colectivo de idealización y haberlo seguido normalizando durante muchos años. Interpretando los pellizcos en el culo como un préstamo de atención divertida. Encontrando graciosas las miradas obscenas y recomendaciones sobre el desarrollo del cuerpo.
Transformándolo todo en bromistas, bromas y bromitas. Justificando en nombre de la libertad y el amor. Colaborando en la erección de gurús y tótems. Atizando los fuegos de los fanatismos de grupo y un largo etcétera.
Me pregunto ¿por qué, antes y ahora, da tanto placer el sentimiento de pertenencia a la tribu? ¿Por qué se necesita la figura del Mesías grupal simpático y genial? ¿Qué nos pasa cuando nos otorgan este título vitalicio en una sociedad donde el abuso de los líderes se relativiza, se invisibiliza, se justifica o, según como, aplaude? ¿Por qué hay personas que se aprovechan y personas que no? ¿No se abusa por miedo a represalias o por convencimiento? ¿Qué nivel de abuso es comprensible? ¿Y quien determina estos niveles de tolerancia?
Creo que, si queremos encontrar respuestas que detengan los círculos viciosos que elevan a los perversos, debemos aprender a construir una nueva mirada, redirigir la atención de la escucha y crear nuevas maneras de contar la misma realidad. Revisarnos. Volver a pensar. Siempre. Incansablemente. Entrenarnos, como tarea permanente, en la detección y denuncia de comportamientos monstruosos visibles, invisibles y enmascarados. Cuidarnos. Protegernos. Amarnos. Siempre. Incansablemente.
PD 1. Creo que se pueden crear grupos con funcionamientos preciosos si el poder lo tiene la esfera de la tarea y no los ocupantes del centro. Es una idea. Estoy a su disposición para pensar y cuidarnos juntas.
PD 2. Los que fuisteis abusadores de poder "sólo" en el siglo pasado amparados por la ley "eran otros tiempos", los que ahora os refugiáis bajo el ala de la prescripción y os camufláis dentro de los gritos de denuncia contra vuestros amigos que sí continuaron abusando: coged el teléfono y pedid perdón. No cambiará lo que se vivió pero ayudará a digerirlo y abrirá ventanas de transformación.