Lecciones de Francia y Torre Pacheco
Lo ocurrido en Torre Pacheco no es un desvío del sistema. Es el sistema. Redadas vecinales encapuchadas, linchamientos retransmitidos en las redes, discursos de odio pronunciados por cargos públicos y amplificados sin freno: todo esto es inaceptable. Pero no es nuevo, ni inexplicable, ni exclusivo patrimonio de Vox. La extrema derecha no ha inventado el racismo: le ha sabido capitalizar.
El racismo estructural que hoy se agudiza en Europa no nació con la crisis migratoria ni con las redes sociales. Tiene raíces más profundas, que en el caso español pasan necesariamente por la colonización de América y por la forma en que esta violencia fundacional se ha proyectado históricamente hacia dentro y hacia fuera. La colonialidad no se limita al pasado: sigue operando en las relaciones de poder, en las jerarquías raciales y en las formas de deshumanización que hoy permiten justificar agresiones, redadas vecinales y discursos abiertamente xenófobos.
Desde hace años vivo en Francia, y desde hace años veo cómo los discursos sobre inmigración e identidad se han desplazado radicalmente hacia la derecha. La teoría de la gran sustitución, las promesas de repatriación en masa, la constante criminalización de los barrios racializados: todo esto formaba parte de los márgenes de la política hace dos décadas. Hoy es el centro de debate. Y no sólo porque lo llamen Le Pen o Zemmour, sino porque lo han asumido líderes moderados, gobiernos republicanos y medios de comunicación generalistas. Cuando comparo lo que está ocurriendo en España con Francia no lo hago para agitar el miedo, sino para mostrar qué ocurre cuando el racismo estructural se convierte en sentido común político.
En Torre Pacheco, como en muchos pueblos agrícolas de España, miles de personas migrantes sostienen con el trabajo un modelo económico que les niega derechos y les asigna un puesto subordinado. El racismo institucional no sólo tolera esta precariedad, sino que la gestiona: vigila, esconde, deporta. Por eso no sorprende que, ante la mínima tensión, una parte de la sociedad se sienta autorizada a actuar por su cuenta. La violencia física es la consecuencia de una violencia política más profunda: la que convierte a ciertos cuerpos en prescindibles, en sospechosos permanentes, en población a expulsar.
La ventana de Overton –los márgenes de lo políticamente dicible– no se mueve sola. Le empujan decisiones políticas, estrategias mediáticas, complicidades institucionales. Cuando se permite que cargos públicos hablen de invasión o vinculen inmigración y delincuencia no se está simplemente opinando. Se está señalando a un enemigo interno, provocando consecuencias concretas. Y cuando estas palabras no tienen coste, cuando ni siquiera generan un rechazo social unánime, el terreno está ya abonado para que se repita.
Si algo nos enseñan Francia y ahora Torre Pacheco es que el racismo estructural no se combate con declaraciones aisladas ni con más policía. Requiere una ruptura real con las lógicas de impunidad, con la gestión securitaria de la diferencia, con la instrumentalización electoral del miedo. Y exige, sobre todo, dejar de tratar a la extrema derecha como un actor más del juego democrático y empezar a mirar con atención a quienes, desde otras posiciones, llevan años desplazando el centro hacia el abismo.