La luz de septiembre

Cuatro días de lluvias, algo de tramontanita y la luz ha cambiado. Esa luz de agosto, caliginosa, y ese calor que te hacía la vida imposible han desaparecido como por un milagro. Pese a los cambios climáticos que nos amenazan, parece que la rueda del tiempo va girando insobornable y cada año, en septiembre, hay esa luz que regresa desde el fondo de los viejos veranos perdidos ya para siempre. No viviré muchos años más y no veré los destrozos de los cambios que se anuncian. Los veranos tropicales pegajosos, la subida del nivel del mar, la victoria molesta de las especias invasivas, los mosquitos exuberantes, las selvas espesas donde ahora hay encinas y pinos, o bien, si no llueve nunca, la arena de un desierto recalcitrante . No lo veré. Pero no estoy contento.

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Tampoco veré la independencia de nuestro país. Hubo un momento en que parecía que sí. Fue el tiempo de las manifestaciones multitudinarias y esperanzadas. Sobre todo aquélla que, formando una cadena humana, cruzó el país de norte a sur. Yo fui al sur, a las Casas de Alcanar. Todo parecía posible. Y llegó el 1 de octubre. Plovineaba y fuimos a votar. Fue una fiesta. Aquella joya maragalliana del himno de Schiller parecía haber tocado con sus alas los corazones de todos los que, hermanados, votábamos. Y vino el día 3, el día del discurso del rey que nos recordó que poca broma, que el poder de aplastar que tenía el Estado y la Corona era inmenso. Y se ha ido demostrando. Y vino el día 10, creo que era el 10. Nuestros políticos declararon la independencia. Pero fue un acto fallido, rapidísimo, que no les dio tiempo de arriar la bandera española del Palau de la Generalitat. Yo estaba esperando ese momento, se lo confieso. Aquella imagen de la bandera española deslizándose abajo por el palo y seguidamente la de la bandera subiendo arriba habría sido un símbolo perdurable. Pues no. Todo ocurrió en un momento. Lo dicho se desdijo. La independencia proclamada se congeló, y así está todavía, congelada, y los mismos que cometieron ese bajón de pantalón parece que se han olvidado de todo y vuelven a jugar a hacer política española, autonomista y autosatisfecha. Hemos hecho elecciones autonomistas, hemos tenido presidentes autonomistas, y ahora tenemos uno de un partido que no es más que una sucursal de los grandes almacenes centrales. Y esto parece que no tendrá fin. Cataluña, como en otro 11 de septiembre, el de 1714, conquistada de nuevo por un Estado y una Corona herederos de aquellos del pasado.

No veré nada de todo lo que va a pasar. Y les confieso que me gustaría verlo, porque soy curioso por naturaleza. Sólo espero que la luz de septiembre sea lo suficientemente tozuda para volver cada año con sus sesgos que ayudan a hacer más presentes las cosas del mundo. Las encinas, los pinos, los varones de los viñedos, los agaves invasivas que algunos puristas quieren erradicar. ¿Qué sería de nuestro mediterráneo sin los agaves? Pregunta al pintor Sunyer o al pintor Obiols. ¿Qué sería de nuestros febreros sin las mimosas, otra especie invasiva que también los botánicos puristas quieren eliminar? Preguntadlo a Josep Pla. Sólo espero que la luz de septiembre siga siendo como la de ahora, para que los que vendrán puedan ser tan felices contemplándola como lo hemos sido nosotros en todos los septiembre de nuestros veranos.

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La luz de septiembre es prodigiosa sobre todo por la tarde, cuando comienza a tomar una tonalidad rosada. Yo diría que es imprescindible para contemplar una higuera cargada de frutos. Verdes o negras, su piel parece desaparecer y la luz hace emerger el rojo granate de su interior hacia afuera. La luz de septiembre hace el milagro de devolver los higos transparentes, la luz de septiembre revela su interior, su corazón dulcísimo. Esto ocurre con las higueras, pero también ocurre con las uvas. Los granos, que van azucarándose por dentro, toman un tono dorado, los racimos parecen envueltos por un velo translúcido de oro. Y tanto si el vino que harán es blanco como tinto, ya vemos el espíritu que tomará cuerpo con su fermentación.

Y eso también ocurre con las encinas y con los pinos. Y sobre todo con los chopos y los plátanos. Todo lo que ahora hace la luz de septiembre con estos últimos es como una premonición de lo que ocurrirá en breve. Ahora el dorado viene de fuera, pronto vendrá de dentro, cuando el otoño chupe la vida de las hojas y vayan palideciendo suavemente hasta que, ya muertas, caigan en los caminos embarrados por las lluvias. Pero no nos adelantamos.