Hay guerras lejanas en las que los hombres se matan unos a otros y después está esa guerra tan larga y silenciada, invisible y tenida por natural, que es la guerra contra las mujeres. Cada vez que las noticias anuncian un nuevo asesinato machista se estremece la memoria de cualquiera que haya vivido en la profunda trinchera del maltrato, una trinchera demasiado poblada todavía, porque de todos los odios que existen el del odio misógino es el más extendido , lo más internacional, intercultural, transversal y hegemónico, lo que penetra todas las capas de las sociedades sin distinciones. Sí que es cierto que hay culturas en las que el maltrato tiene una mayor aceptación social, pero si aquí, en el mundo de los derechos y libertades, hay un rechazo público a la violencia machista casi unánime es gracias al trabajo realizado por las organizaciones feministas de base. Estos avances, ya nos alertó la Beauvoir, pueden perderse en un cerrar y abrir de ojos si no hay conciencia de que son de hace cuatro días y deben protegerse.
Me voy, ya lo ven, hacia la razón y lo que sé de feminismo, hacia el terreno que me permite pensar nuestra condición de manera clara y sosegada, pero esta mañana, cuando escribo esto, me hierven las entrañas y yo mismo me digo: sí, sí, Beauvoir y todo lo que quieras, pero de qué le sirve a la mujer que ha visto asesinados a sus hijos que tú tengas todas estas herramientas intelectuales para canalizar la rabia y la indignación ¿que te provocan estos crímenes terribles? Y es que en esta guerra tan larga el feminismo ha optado por la lucha pacífica, por la razón de la justicia y el cambio de la ley y las mentalidades para conseguir una vida digna. Aunque no somos pocas las que, plantadas frente al televisor que nos habla de niños asesinados a cuchilladas por sus padres, tendríamos ganas de coger el fusil o lo que sea que se utilice ahora para aniquilar el mal.
Porque un padre que mata al hijo para provocar el mayor dolor que se puede infligir a una madre es la más depurada manifestación del mal, no tengo ninguna duda. La mujer que ha vivido años en el reino del terror de un maltratador suele ser de una resistencia inaudita: con todos los elementos en contra, después de haber sido agredida de forma sistematizada (un sistema del que forma parte el arbitrariedad planificada), todavía busca maneras de encontrar alguna coherencia en lo que le está ocurriendo cuando intenta averiguar los motivos de su verdugo. Desde fuera vemos muy claro que nada puede justificar una paliza y sabemos muy bien que el hecho de que la víctima trate de describir como lógico el comportamiento del machista la pone en una situación aún más peligrosa porque quizá confía que cambiando los detonantes de la violencia ésta acabará. Desde dentro habría que considerar este mecanismo como una manera de no perder la cabeza frente al absurdo.
El maltratador es un sádico que disfruta viendo cómo sufre su víctima. La vuelo derrotada, erosionada, debilitada hasta la inanición. Por eso que resista, que siga de pie y viva le resulta un desafío intolerable. Ya no digamos si le quedan fuerzas que le permiten escapar de la cárcel para pedir ayuda. En el fondo lo que le resulta más provocador es la esperanza de que la mujer todavía pueda imaginar otra vida posible sin golpes ni gritos ni amenazas. Y no hay mujer con mayor esperanza que una madre. Porque una madre, incluso en estas condiciones terribles, es alguien que hace una apuesta decidida por los hijos, por la vida futura, una apuesta que quizás no haría por sí misma. Y aquí es donde reside el mal inconmensurable de matar a criaturas para acabar con quien más les quiere y lo cuida. El monstruo sabe muy bien que ésta es la herida que nunca se cerrará.