Si mandaran las mujeres

Nos lo hemos repetido tanto, que si las mujeres mandáramos el mundo iría mucho mejor, que nos lo hemos acabado creyendo. Y, sin embargo, es una afirmación que si no es falsa es muy difícil de demostrar. ¿Por qué las mujeres, por el simple hecho de ser mujeres, deberíamos ser intrínsecamente distintas a los hombres? ¿Es que existe una "naturaleza femenina" esencial e innata que nos dota de una bondad de nacimiento? En absoluto. No sé de dónde surgió el tópico, repetido incluso por señores condescendientes que, hablándonos desde sus confortables y privilegiadas poltronas, nos cuentan lo buenas que somos las mujeres y cómo cambiaría el poder si lo tuviéramos nosotras. Conjeturas bienintencionadas que promovería ese feminismo de la diferencia que puso la primera piedra para convertir un movimiento político de defensa de derechos, libertad e igualdad en una reivindicación identitaria. Qué bien le ha ido al patriarcado este renacimiento de la “feminidad” no ya desde la moral tradicional y opresora sino desde el propio feminismo. Qué negocio tan redondo que seamos nosotros mismas las que volvamos a reavivar el ángel del hogar y las teorías sobre nuestra “naturaleza”, ahora ya difundidas masivamente por eso que se llama género y que no es más que una rancia concepción del mundo según la cual nosotras, solo por lo que tenemos entre las piernas, respondemos a unas determinadas características de personalidad y de comportamiento con las que venimos de fábrica.

También nos lo hemos dicho, esto del “si las mujeres mandáramos”, por orgullo femenino, para defender las aportaciones positivas que podríamos hacer al sistema de poder y reivindicar así nuestro derecho a tener acceso a él, pero es una trampa porque de esta forma lo que hacemos es imponernos unos estándares más elevados que los que se exigen a los hombres, dificultando aún más nuestras posibilidades. Si hay tantos cargos de responsabilidad ocupados por hombres mediocres, ¿por qué las mujeres debemos ser mejores para acceder a los mismos puestos? ¿Por qué debemos presentarnos siempre como una alternativa más cargada de bondades y virtudes? ¿No podemos ser malas, incompetentes, corruptas, interesadas, egoístas o tener ambiciones ciegas? Al respecto hace años que Amelia Valcárcel escribió un ensayo que levantó cierta polvareda titulado El derecho a la maldad.

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Creer en esta superioridad bondadosa de las mujeres también tiene la consecuencia de hacernos bajar la guardia frente al blanqueo que puede suponer colocar a señoras en lugares de representación. El feminismo es un movimiento con tan buena prensa que incluso aquellas formaciones políticas que todavía no se atreven a pronunciar la palabra han adoptado muchos de sus valores. La paradoja de los partidos de extrema derecha, en este sentido, es que son antifeministas, a menudo reaccionarios y misóginos, pero tienen en sus filas a mujeres que han entrado en política gracias al camino que ha abierto el feminismo. Gracias a la lucha por la igualdad tenemos a una líder de hierro como Marine Le Pen, que no se diferencia demasiado de lo que han hecho tantos otros hombres dedicados a la deshumanización de una parte de los ciudadanos convirtiéndolos en chivos expiatorios culpables de todos los males. O a una Giorgia Meloni que quiere devolvernos a la maternidad forzada dificultando el derecho al aborto. Y en sectores aparentemente más moderados encontramos a una Ursula von der Leyen, capaz de avalar la política genocida de Israel sin despeinarse cuando, al comienzo de la masacre, no fue capaz de pronunciar ni una sola palabra de compasión por los palestinos y , en cambio, repetía una y otra vez que "Israel tiene derecho a defenderse". O sea que no, las mujeres, por el simple hecho de serlo, no somos ni mejores ni más empáticas ni menos belicosas ni necesariamente pacifistas. Como los hombres, somos individualmente diversas y no respondemos a ninguna esencia innata.