En este país, la memoria histórica es una materia altamente explosiva y de manejo peligroso, un poco como la nitroglicerina. Estos días, a raíz de la pérdida prematura de Dolors Genovès, excelente periodista e historiadora audiovisual, he recordado sus primeros, formidables documentales. Con Operació Nikolai (1992) reconstruyó uno de los crímenes más siniestros del estalinismo, el asesinato de Andreu Nin. Por suerte para ella, el comunismo acababa de derrumbarse estrepitosamente, y los herederos de aquellos que, en la Barcelona de 1937-1938, habían respondido a los poumistas clandestinos que preguntaban ¿Dónde está Nin? con un abyecto En Salamanca o en Berlín, aquel tipo de gente, ya no tuvieron ánimo de criticar a Dolors.
El siguiente trabajo de Genovès, Sumaríssim 477, del 1994, corrió una suerte diferente. Y es muy significativo, porque aquí el tema era uno de los crímenes más indecentes del franquismo, la condena a muerte y el fusilamiento de Manuel Carrasco i Formiguera. La diferencia era que el franquismo no había sido objeto de ninguna condena ni jurídica ni moral generalmente aceptada. Y los hijos de Carlos Trías Bertrán, uno de los testigos de cargo contra Carrasco identificados por el documental, los hermanos Trías Sagnier, no podían admitir que su padre fuera descrito como lo que había sido: un jerarca falangista de pistola, anfitrión de Himmler en la Barcelona de 1940, acusador de Carrasco... y de Companys. En consecuencia, promovieron un escándalo contra Sumaríssim 477 – intervine polemizando en El País con Carlos Trías Sagnier, futuro impulsor de Ciutadans– y pleitearon durante diez años hasta que en 2004 el Tribunal Constitucional sentenció a favor de Dolors Genovès y de TV3.
Por contraste con lo que pasó en diferentes momentos del siglo XX en Italia, en Alemania, en Francia, en Portugal, en Grecia..., en la España de los últimos casi cincuenta años no ha habido nunca una condena legal categórica de la dictadura de Franco, ni un consenso social o historiográfico para establecer que fue un régimen criminal. Unos porque no querían renegar de sus orígenes personales o familiares, otros por cobardía moral o por mezquino cálculo electoral, todos los gobernantes “constitucionales” y “democráticos” desde 1978 apostaron por la impunidad y por la amnesia, púdicamente llamadas “concordia”, “reconciliación” o “pasar página”.
En 2007 –hacía treinta y dos años que el déspota descansaba en Cuelgamuros– el ejecutivo socialista de Rodríguez Zapatero impulsó una Ley de la Memoria Histórica demasiado tímida, insuficiente, que aun así provocó las iras de aquel hemisferio mediático, político y social español para el cual el franquismo había sido una experiencia plácida, una especie de democracia cristiana... con consejos de guerra, torturas sistemáticas en las comisarías y Tribunal de Orden Público, eso sí. En cuanto el PP de Rajoy llegó a la Moncloa a finales del 2011, congeló la aplicación de aquella ley.
Ahora, sea por oportunismo o por convicción, el gobierno de Pedro Sánchez impulsa una Ley de Memoria Democrática que viene a ser una versión mejorada de la de 2007: tanto el régimen franquista como las sentencias de su pseudojusticia son declarados “ilegales”, las violaciones de los derechos humanos investigables se prolongan hasta 1983, etcétera. Ciertamente, la nueva norma no deroga la Ley de Amnistía de 1977 –tanto o más beneficiosa para franquistas que para demócratas–, pero constituye un apreciable paso adelante.
Aun así, ante su inminente aprobación, se ha producido una remarcable confluencia de rechazos. No, no la de Vox, el PP y Ciudadanos; todo el mundo suele ser fiel a la leche que ha mamado. Me refiero a la confluencia de los expresidentes José María Aznar y Felipe González en la hostilidad a la ley. En el caso de Aznar, la excusa es que “ha sido pactada con terroristas”, en referencia a EH-Bildu. Si los dirigentes de esta formación vasca fueran tan solo sospechosos de terrorismo, y con la judicatura que tenemos, ya estarían en la prisión. Pero es que Aznar habría rechazado la Ley de Memoria aunque hubiera sido pactada con el grupo parlamentario de los querubines y los serafines. ¿Cómo podría un nieto de franquista, hijo de franquista y falangista él mismo de joven aceptar que aquel régimen sea declarado “ilegal”? Por eso quiere derogarla cuando todavía no ha sido promulgada.
¿Y qué diremos de Felipe González? Su antipatía por Pedro Sánchez –a quien intentó liquidar políticamente en otoño del 2016– es pública y notoria. Además –déjenme ser benévolo– quizás lo incomoda que un gran estadista como él no hubiera hecho nada en materia de gestión pública del pasado, de pedagogía sobre qué fue la dictadura, durante los años 1982-1990, cuando habría podido hacerlo sin ninguna oposición relevante, y que lo haga ahora este mindundi instalado en la Moncloa.
Sobre todo, me da la impresión que Aznar y González, autoerigidos en sacerdotes supremos del culto a la divinizada Transición, fulminan cualquier cosa que pueda cuestionarla. Recuerdan a los Cánovas y Sagasta de hace un siglo y medio, guardianes celosos de otra Restauración, con sus turno pacífico, encasillado, caciquismo, etcétera. Quizás han olvidado que aquella fórmula, basada en la mentira y la exclusión, acabó en desastre.