La memoria de las nuevas generaciones

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Dos personas se hacen un selfie junto al canal de Suez.

Nuestra historia son todas aquellas escenas impresionantes que preservamos en los lugares de la memoria. Algunas de ellas permanecen un tiempo ocultas y tan sólo ruegan un ligero dolor de cabeza para que les sean abiertas las puertas del escondite. A veces, sin embargo –como nos demostró Proust–, no es necesaria ni una migaja de dolor para sacudirnos las notas de la biografía. Basta la cata de una magdalena para recordar toda una vida. Sin embargo, la memoria es caprichosa, porque hay recuerdos que se empeñan en no ser revividos ni una sola vez y mueren, insignificantes, tras ser amontonados en las cavernas de lo inconocido. Algunos de ellos incluso nunca llegan a grabarse. Esta dejadez permite que no rellenemos de basura el cerebro, al igual que el olvido a menudo nos protege del sufrimiento. Sea como fuere, la ductilidad de la memoria es maravillosa. Los recuerdos no son meras imágenes perfiladas en tinta perenne, sino que pueden ser remodelados mediante las nuevas interpretaciones que nuestra sapiencia, que por fortuna crece con el paso de los años, nos concede. Es bien sabido por todo el mundo que una experiencia vivida puede atormentarnos durante mucho tiempo, pero que también puede dejar de agujerearnos el corazón cuando somos capaces de transformar la concepción que tenemos de ella.

De todas formas, siento que sólo vago por los caminos románticos de la nostalgia, porque la memoria de las nuevas generaciones nada tiene que ver con la literatura ni con el girar de mis antepasados ​​por los objetos que atesoraban. Hoy en día las imágenes –las fotografías, las películas caseras...– no sólo han permitido que fijemos lo que queremos recordar de una experiencia inmediata, sino que de alguna manera sustituyen todo lo vivido en ese momento, porque en vueltas una instantánea tomada tiene mucha más fuerza que el conjunto de impresiones sensibles que los ojos y el pensamiento hayan podido recoger. Un claro ejemplo son los recuerdos que conservo de los viajes que he hecho acompañada de la cámara. Cuando pienso en ese febrero de hace unos años que pisé Lanzarote, aunque, evidentemente, dispongo de sensaciones que escapan de mi voluntad de almacenar lo que quería que fuera recordado, a menudo mi cavilación se detiene en las fotografías que disparé y en el conjunto de anécdotas que se asocian. Mi voluntad de retentiva y mi clara intención de cazar todas aquellas vivencias que no quería olvidar, se convierten en un cautiverio, porque borran el resto de experiencias que podrían haber conformado mi identidad y que, desgraciadamente, ya no están. A veces temo, incluso, que en mi afán de posesión, no caminara por aquella isla con los ojos bien abiertos, dispuesta a absorber todos los objetos que se me presentaban, sino con los ojos pequeños, buscando inconscientemente , sólo aquellas cosas que consideraba idóneas para la narración posterior de mi vida. Las cámaras digitales, a diferencia de las analógicas, me autorizan a escoger la fotografía más bonita, que, por supuesto, se somete a los cánones de belleza de la época. Ya no basta la capacidad de elección del momento que quiero petrificar. Ahora también puedo escoger cuál es la imagen que permanecerá de las miles que he extraído del momento que he elegido. ¿Quién quisiera que persistiera en su memoria la captura de un ocaso demasiado luminoso si, según más tarde, cuando el Sol se acerca a las ondas, el hilo de luz que impregna el agua brilla con una intensidad insólita? ¿Quién quisiera guardar un retrato que no le gusta de su juventud, apresado a escondidas en una fiesta nocturna, si tiene otro que coincide con sus criterios de encanto y armonía?

Esta obsesión por el dominio de la propia historia se acentúa en las redes sociales, donde la imagen -en vocablos benjamianos- se ha despojado de su valor de culto, que tenía un cariz más privado, y ha adquirido el valor de la exhibición . Ahora todo el mundo puede mostrar las fotografías o filmes que han conformado su identidad con el peligro, por supuesto, que ellos mismos se crean la artificialidad de esta nueva vida. Ingrid Guardiola, en elOjo y la navaja (Arcadia), nos invita a darnos cuenta de que, además, la mayoría de estas imágenes han sido creadas a partir del conocimiento de su posterior proyección y, por tanto, condicionadas ya en el momento de ser concebidas. Una página más tarde añade que "el sujeto-imagen del yo neoliberal entiende la celebridad y la fama como una experiencia vital normalizada y, por tanto, autoconcebirse como un fetiche es una posibilidad voluntaria y necesaria". ¿Es probable que la narración de nuestra vida deje de adquirir sentido si no es compartida por la mirada del otro?

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