La memoria también es vacuna

Se nos van los ancianos de España. Se van sin apenas despedirse

Maritza Garcia
y Maritza Garcia

Se nos van los ancianos de España. Se van sin apenas despedirse. Se van. En los años setentas, cuando era niña, en Ciudad de México, veía como héroes a los exiliados de la guerra civil española que habían llegado a México. Eran los abuelos de amigos y vecinos. Entonces eran mi única referencia con España, bueno, y alguno que otro cantante en televisión que reconocíamos del país ibérico porque pronunciaban muy raro la zeta. Nos seducían sus historias de aventura y de fortaleza. En la primaria, el abuelo de una amiga, Alberto Sánchez Mascuñán, era uno de ellos. Su casa estaba llena de libros y tenían una imprenta. Las historias de supervivencia se hablaban, aunque hubiese un dolor intrínseco y, a decir verdad, lo comunicaban con mucha normalidad, sin tono de tragedia. A la hora del patio, con sándwich en mano, a veces había algún niño que pedía repetir la historia, y venga otra vez: “Que a mi abuelo lo capturaron los franquistas y lo condenaron a muerte, pero se salvó porque mi abuela lo rescató 16 años después.” Los que llegaron tenían ganas de hablar y nosotros queríamos escuchar. Así aprendimos que había gente que había sobrevivido a las bombas, que había niños como nosotros que habían viajado semanas en el barco Mexique huyendo de la guerra, que habían hombres, los llamados “topos” que vivieron confinados 30 años dentro de un muro secreto en las casas de sus familiares hasta que la ley de amnistía los dejó salir de su aislamiento. La abuela de otra amiga contaba cómo sobrevivió a las bombas que cayeron en Barcelona y, otra más, la aventura de cruzar los pirineos sin nada qué comer con temperaturas bajo cero, algo que nos dejaba con la boca abierta porque nosotros huíamos a Acapulco cuando la temperatura bajaba de veinte grados. No tenía idea cómo eran los pirineos y me los imaginaba como el Ajusco, la montaña más cercana a la ciudad de México.

Después crecimos y siempre aparecían en la vida pública. Nos seguían enseñando e inspirando. Dos décadas más tarde, en casa del antropólogo Santiago Genovés, exiliado gallego, me contaba aquél experimento que le hizo famoso en 1973 cuando cruzó el atlántico en la balsa Acalli, trayecto que duró 101 días con 11 personas desconocidas abordo para estudiar el comportamiento humano en situación de aislamiento. ¿Qué diría Genovés de este confinamiento global por culpa de un virus caprichoso? Seguramente estaría muy entretenido. La adversidad era la herramienta de su estudio y, de alguna manera, su motor de vida. Según me dijo, no recordaba su infancia infeliz, a pesar de haber estado en un campo de concentración al sur de Francia junto a sus padres. Pasó mucha hambre, sí, pero había logrado dominar el miedo a la incertidumbre, aún cuando su padre esperaba a ser fusilado en alguna cárcel. “Cosas de guerra”, decía con tranquilidad. Al final su padre se salvó y se reunieron los tres en México.

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Para España, los republicanos fueron los perdedores, para nosotros los ganadores. Sus historias de vida nos acompañaron y sirvieron para poner en perspectiva nuestras pequeños desazones de la vida cotidiana, que no era poca cosa, porque sobrevivir en una ciudad como México, ya entonces, tenía su propia dosis de hazaña. Mi madre de vez en cuando soltaba un “¡Te ahogas en un vaso de agua! Así no hubieras cruzado los Pirineos.” Y luego traía a cuento las historias que leía en montón de libros sobre la Guerra Civil. Esa sí era una guerra y aunque ésta pandemia nos sacuda, nos atemorice y el drama de las muertes nos traigan dolor, al menos tenemos la certeza que pasará, quizá dure el mismo tiempo que Santiago Genovés estuvo aislado en el mar, sabemos que no hay que cruzar los pirineos a temperaturas bajo cero, sólo quedarnos en casa y adaptarnos a una nueva realidad, que no hay bombas impredecibles, pero sí un virus al que hay que aprender a domar. Esta pandemia llegó con manual epidemiológico, pero no con manual emocional. Ese está ahí, en las voces de esa generación que hoy se debate en una UCI entre la vida y la muerte sin poder despedirse de los suyos por temor al contagio. Son los hijos de esa generación que en la guerra supieron mantener la fuerza. Que en la incertidumbre se forjó su templanza y apetito por vivir y, que en la precariedad de la post guerra, lograron resistir y reinventarse. Tal como me dijo antes de morir el poeta catalán Ramón Xirau, también exiliado en México: “Vivir es trascenderse y buscar en los ámbitos del mundo algo que haga la vida digna de ser vivida”.

Aprovechemos la cuarentena para rescatar sus historias de vida. Si hay dolor lloremos juntos, pero no olvidemos. La memoria también es vacuna.