Vuelvo a un tema que traté hace cuatro años (23/10/21). Empiezo con un ejemplo. En un país, digamos que imaginario, la carrera del profesorado escolar consiste en dos etapas. La primera es la formación universitaria, que, por lo general, es poco exigente pero suficiente para ingresar, sin proceso selectivo adicional, en el sistema educativo. La segunda, con el profesor ya incorporado en el sistema, es una progresión profesional que, en la práctica, es simplemente por antigüedad. No debe sorprendernos que en estas condiciones el sistema de este país no atraiga las suficientes buenas vocaciones educadoras. No se ven estimuladas. El coste social es grande.
La recomendación tradicional para enderezar la situación es diseñar una carrera informada por una exigencia meritocrática más rigurosa. Al inicio contaría todo el paquete formativo de la persona (notas, dobles titulaciones, doctorados, quizás exámenes de acceso, etc.) y para la progresión convendría que los mejores progresaran deprisa.
Para mí, esta recomendación es la buena, en estos y en otros muchos casos. Creo que la vigencia de una carrera meritocrática exigente es una característica deseable de la organización de la economía y la sociedad de un país, buena para la productividad de la primera y la equidad en la segunda. Ahora bien: afirmarlo me hace un poco anticuado, ya que la consideración del mérito ha sido cuestionada desde alturas intelectuales importantes –pienso en Michael Sandel–. Incluso se ha ofrecido como explicación del triunfo de Trump.
Comento tres aspectos cuestionados:
1. La meritocracia promueve la desigualdad económica. La distribución de la renta la determina el mercado y la corrige la fiscalidad. La pasión de millones de seguidores lleva –vía el mercado– a que el mejor futbolista gane mucho dinero. En este sentido, el mercado valora el mérito, y esto es bueno. Desgraciadamente, la corrección fiscal de la desigualdad excesiva tiene una limitación: la que se desprende de la multiplicidad de jurisdicciones políticas en el mundo y la competencia fiscal que puede inducir. Hago notar que esta sería también una dificultad clave para cualquier estructura de carrera profesional –derivada del mercado o no, respetuosa con el mérito o no– implantada en un país, y que quiera corregir las rentas más altas mucho más allá de las normas que imperan en sus competidores económicos. El talento y el dinero cruzan fronteras.
2. La meritocracia es manipulable. Se manipula cuando un alumno de Harvard o Stanford lo es porque es hijo de un exalumno rico, y se desvirtúa cuando la promoción por antigüedad se viste de promoción por mérito mediante procedimientos poco exigentes de credencialización. Que esto ocurra no socava el principio de la meritocracia. Pero lo debilita en la práctica y debería incitarnos a intensificar la vigilancia política y social sobre la integridad de los procesos nominalmente meritocráticos. Los primeros interesados en hacerlo deberían ser aquellos a quienes la manipulación o desvirtuación devalúa un mérito realmente poseído.
3. La meritocracia fomenta la arrogancia. Sandel ha insistido en ese punto. Se trata de la tendencia a considerar el éxito profesional como una consecuencia exclusiva del esfuerzo propio y, con mayor o menor intensidad, a considerar que quienes no han llegado tan lejos es porque no se han esforzado lo suficiente y que, como consecuencia, no se les debe nada. Un menosprecio socialmente disolvente que solo puede fomentar el resentimiento. Es profundamente erróneo porque el mérito no es un concepto absoluto sino relativo, depende de la circunstancia social y, por tanto, la buena fortuna cuenta mucho. El futbolista al que el mérito ha llevado a un gran éxito profesional se ha beneficiado de dos tipos de hechos aleatorios. El que define quién es –incluida su capacidad para jugar bien–: la genética, la familia o el ambiente en el que se ha criado. Y el que hace que el fútbol sea socialmente muy valorado, algo que no depende del esfuerzo de ningún futbolista individual. El papel de la suerte es la justificación de fondo de las políticas redistributivas. Pero no cabe duda de que la sociedad funcionará mejor y será más feliz si, además, la cultura predominante no es la de la arrogancia elitista, sino la de la humildad y la modestia. La que interioriza la virtud de la solidaridad, practicada por vía pública o privada.
En resumen: pienso que la valoración del mérito es irrenunciable, pero es mejor si es exigente, complementada con una fiscalidad redistributiva y acompañada por una cultura de la solidaridad.