"Moda sostenible": el oxímoron
Cuando se decretó el confinamiento y estábamos todos angustiados por una amenaza real a la salud y la vida, nos dimos cuenta de las servidumbres absurdas de la vida social, entre ellas la importancia que habíamos estado dando a la cuestión de la apariencia externa. Nos enfundamos en pijamas y chándales cómodos, y esos armarios llenos de piezas a la última nos parecieron del todo inútiles. Para conservar la salud mental, no es aconsejable que ninguna mujer calcule cuánto valen todos los trapos que ha ido acumulando con los años, empujada por la necesidad creada de cambiar su vestimenta en cada temporada siguiendo los dictados de la moda. Y que no piense en las horas de trabajo que habrán ido a parar a unos bienes que se programan sistemáticamente para quedarse obsoletos en ciclos cada vez más cortos. Y es que, aunque parezcan lo mismo, una cosa es la moda y otra muy distinta la necesidad y el acto de vestirnos. La primera se ha alejado tanto de la segunda que lleva décadas llenando las tiendas de prendas imposibles, mal cortadas, mal cosidas, hechas con tejidos cada vez más malos, con graves efectos sobre la salud de las trabajadoras, las consumidoras y el medio ambiente.
Ingenuamente, creímos que la pandemia lo cambiaría todo, también nuestros comportamientos en tanto que compradores de ropa. La conciencia ecologista de los más jóvenes, que nos dicen que es mayor y robusta tomando como ejemplo la mediática figura de Greta Thunberg, debía acabar de una vez por todas con la rueda insostenible de las piezas de poco más de desechable. Por eso hace ya tiempo que los gigantes del textil llevan a cabo vergonzosas campañas de lavado de imagen verde para presentarse ante sus clientes como muy concienciados. Y debíamos creernos la epifanía eco de unas empresas que continúan elaborando ingentes cantidades de productos que venden como más inocuos porque enganchan un par de etiquetas “green”, “concious” o cualquiera de los términos vacíos de significado con los que nos seducen por comprar sin culpa. Sólo hubo que normalizar el tráfico de mercancías para que volviéramos a ver escaparates que cambian cada semana o webs con novedades en cada segundo. Y aunque muchos se decantan por el mercado de segunda mano, los jóvenes socializados desde pequeños en el fast fashion no le han dado la espalda. Seguro que si comparáramos su huella de carbono con la de sus abuelos pasados de moda descubriríamos que los granos que zurcen calcetines y distinguen el buen algodón del plástico con el que se fabrican las piezas más trendy, quienes saben coser un botón o arreglar una cremallera y tienen el mismo abrigo desde hace años, contaminan mucho menos que sus nietos con discurso pero faltos de defensas ante las grandes corporaciones.
En Francia la Asamblea Nacional se ha remangado para hacer frente al problema con una proposición de ley que incluiría medidas como la imposición de un canon a gigantes de la ropa barata como Shein y Temu. Volvemos a estar ante una iniciativa con un evidente sesgo clasista que, como siempre, cargará a los más pobres la factura ambiental. Si se quisiera luchar de forma decidida contra los efectos perjudiciales del sistema de fabricación de indumentaria debería darse la vuelta al funcionamiento de arriba abajo y acabar con la misma noción de moda. Shein y Temu fabrican y vienen barato, pero ¿qué pasa con otras empresas del sector que no han sido mencionadas? Inditex, que ha batido todos los récords de beneficios este año, ¿no es igual de problemática? ¿No lo son también las firmas de lujo que fabrican en China, incluidas las marcas que de franceses sólo tienen los propietarios? Ejemplos como éste nos demuestran que los gobiernos también se lavan en verde, pero que estamos lejos del cambio radical de paradigma necesario para frenar de verdad el cambio climático.