Los morros del rey y la bravata de Puigdemont

La política española vive, en gran medida, de especulaciones y expectativas: sobre reuniones que deben producirse, sobre discursos que deben pronunciarse, sobre candidaturas que deben ser supuestamente vencedoras. Estas especulaciones y esas expectativas se hacen crecer y crecer hasta el paroxismo, y después se deshacen como un globo mal hinchado, que expulsa todo el aire en una especie de pedo largo y deja en tierra la goma exhausta, como una pellerofa.

En los días previos al acto de apertura de la XV legislatura española, celebrado este miércoles en el Congreso, se había creado expectación sobre la posibilidad de que Felipe VI volviera a poner la cara de manzanas agrias que había mostrado el día que recibió Pedro Sánchez para informarle de la formación del nuevo gobierno. Se suponía que, si en el acto del Congreso volvía a mostrar esa carota, quería decir que desaprobaba un gobierno sobre el que la derecha ultranacionalista afirma que es ilegítimo, ilegal, fruto de un fraude electoral y de negociaciones indebidas con criminales y terroristas. No ocurrió nada de todo esto y el monarca se limitó a felicitar al presidente del gobierno. Dos consideraciones: una, que ésta (felicitar al gobierno escogido democráticamente) era todo el trabajo que tenía allí el rey, y pretender dar entendiendo otra cosa es hacer volar una falacia como tantas otras. Y dos, que, por mucha retórica legitimadora y cortesana que se le aplique, en una democracia parlamentaria es triste que los focos estén pendientes de qué cara hace o deja de hacer un jefe de estado que no ha votado a nadie y que está al cargo únicamente por razones de sangre.

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La política catalana vive, en gran medida, de emociones fuertes, o pretendidamente fuertes, que en realidad son la purpurina de una interminable charlatanería. Tal vez envalentonado por el ranking de la revista Politico, que le sitúa entre los dirigentes más influyentes de Europa (pero alerta, porque aparecer en una lista titulada Disruptores en compañía de individuos tan poco recomendables como Manfred Weber o Viktor Orbán no es exactamente un elogio), Carles Puigdemont se marcó una bravata sobre su poder para tumbar al gobierno de Pedro Sánchez apoyando una eventual moción de censura del PP, en caso de que los socialistas no cumplan los compromisos por los que Junts votó a favor de la investidura de Pedro Sánchez. Lo hizo, precisamente, en una conversación informal con Manfred Weber, que preside el Partido Popular Europeo y que está en sintonía con la línea más ultra (el oficial, de hecho, y más después de la remodelación de la cúpula directiva que ha hecho o le han hecho a Feijóo) del PP español. Puigdemont pone a tono así sus seguidores más recalcitrantes, para evitar que le huyan hacia un hipotético cuarto espacio del independentismo, detrás de Clara Ponsatí o de quien sea. Es libre de decir lo que quiera y de tener los interlocutores que le apetezcan, no hace falta decirlo. Pero Puigdemont sabe mejor que nadie que el precio de la antipolítica es alto, y puede pagarse en años de exilio o de cárcel.