La muerte del otro
Pocas cosas me hacen tan feliz como descubrir una nueva voz literaria que me enamore, y la felicidad es doble si se trata de un autor o autora en lengua catalana.
Estos días, pues, estoy de enhorabuena: he leído con deleite La muerte del otro, de Teresa Ibars, publicado por la editorial Comanegra. Me disculpo por no haber leído todavía a esta escritora de Aitona, con quien comparto generación e intereses.
En este libro suyo hay la mayoría de cuestiones que me interesan y me emocionan: la familia, el amor por la tierra, la memoria y, sobre todo, la muerte. Sé que puede sonar extraño y que hay mucha gente que huiría de unas páginas dedicadas a profundizar en este tema, pero, hazme caso, el libro que ha escrito Teresa Ibars no tiene nada de morboso ni de deprimento. Es una larga y variada reflexión sobre lo más importante que nos ocurre en la vida después del amor: la muerte de los demás. La ausencia, el luto, los rituales. Un escrito que, como bien dice a la contra del libro, hablando de la muerte nos ayuda a vivir.
La lectura de La muerte del otro me ha recordado mucho otro libro que devoré: Vivo, y vivo, y vivo, de la irlandesa Maggie O'Farrell, una de las autoras contemporáneas que más admiro. Allí, O'Farrell narraba con su estilo prodigioso todas las veces que se había sentido próxima a la muerte: desde un parto complicado hasta un vuelo con turbulencias.
Teresa Ibars se aproxima a la muerte con un espíritu similar, pero en lugar de centrarse en la propia muerte reflexiona sobre la muerte del otro. Habla, claro, de la muerte de personas queridas, como su pareja o sus padres, pero también de aquella muerte que nos impresionó tanto cuando éramos niños, de sus abortos, de las muertes que ha habido en la familia y que han quedado grabadas en nuestra genética, de las muertes que nos hacen sentir que estamos perdiendo todo un mundo. También analiza el antes y el ahora, la muerte en los pueblos pequeños o en la gran ciudad, las costumbres que se pierden –el toque de campanas, vestir de luto– y los rituales que debemos ir inventando sobre la marcha.
Me ha parecido especialmente estremecedor el capítulo dedicado a Dawda, el chico gambiano que compartió habitación en la unidad de paliativos con la pareja de la autora. "Dos personas que coinciden, pero que si no hubiera sido por la enfermedad, nunca se habrían encontrado. No habrían compartido nada. De repente se encuentran compartiendo espacio de dolor y de muerte".
También me he sentido muy identificada con la autora en el capítulo "Un mundo que se va". Supongo que es cosa de la edad, pero me sentía a mí misma en estas palabras de Teresa Ibars cuando se lamenta: "Las personas que nos habían visto llegar a mis hermanos ya mí, que habían estado atentas a nuestro crecimiento, a los nuestros aciertos y errores, que siempre habían formado parte de nuestro paisaje y del particular léxico familiar, desaparecían radicalmente". La muerte de mis padres me ha hecho sentir huérfana, pero también un poco la noticia de la muerte de algún amigo o amiga de la familia.
La enhorabuena a Teresa Ibars por un libro que me hubiera gustado escribir y una recomendación para todos vosotros, lectores: no se deje asustar por la temática y lea La muerte del otro.