Muñecas infantiles sexualizadas y payasos políticos

Logotipo de Shein en una tienda del grupo en Sudáfrica.
20/11/2025
3 min

En los últimos años, y no logramos dejarlo atrás, los ciudadanos asistimos perplejos a una acumulación de casos de corrupción que, a pesar de ser de una gravedad extrema, se diluyen en un clima de habituación generalizada. Por un lado, el caso de Santos Cerdán (con imputaciones por comisiones ilegales, presuntos trapicheos en obras públicas y una trama que involucra a políticos y empresas) ha vuelto a sacudir la poca confianza que ya teníamos en las instituciones y ha puesto de nuevo de manifiesto la corrupción sistémica que vivimos.

El martes acabó de estallar una nueva trama de corrupción en el PP de Almería. Han sido detenidos el presidente de la Diputación, junto a su número dos y el alcalde de Fines, un pueblo que no llega a los 2.000 habitantes, por presuntas contrataciones irregulares de adquisición de material sanitario durante la pandemia.

A pesar de todo esto, la sensación que prevalece es que la ciudadanía ya no reacciona, nos escandaliza unos días, lo convertimos en un tema de ascensor, lo comentamos en las redes, pero no cambia nada. Nos hemos acostumbrado demasiado al ruido y demasiado poco a la acción, lo que podría recordarnos el famoso título de la obra de W. Shakespeare Mucho ruido y pocas nueces, en el que el argumento se basa en una trama de engaños, calumnias y malentendidos.

En paralelo, estalla otro tipo de corrupción, más moral y simbólica, pero que preocupa igualmente, como es la venta de las muñecas sexuales infantiles fabricadas por empresas chinas y vendidas en importantes plataformas comerciales de todas partes. El simple hecho de que existan en el mercado y de que se vendan revela el fracaso de la regulación digital, pero también el fracaso de que como sociedad somos incapaces de combatir la normalización de la sexualización de menores. Es un síntoma más de un tiempo en el que los límites éticos parecen cada vez más porosos, como definió muy bien Zygmunt Bauman con el concepto de ética líquida.

Estas dos crisis, la política y la moral, comparten una raíz que se manifiesta en la sostenida erosión de la integridad pública y de nuestra sensibilidad colectiva. Ante la corrupción política, nos hemos acostumbrado a pensar que no se escapa ni uno, una idea que ha anestesiado la indignación y ha reducido la capacidad de exigir responsabilidades implacables. Ante la degradación moral, la reacción es de repulsa inmediata, pero a menudo falta reclamar en voz alta mecanismos de control, sanciones y medidas legislativas que impidan que este tipo de productos lleguen a nosotros como una mercancía más. Estamos perdiendo el aura benjaminiana porque en el capitalismo actual todo es mercancía.

Vivimos en un ecosistema informativo saturado de escándalos uno tras otro, donde cada nuevo caso desplaza al anterior antes de que este pueda generar un impacto transformador. Es como si nuestra capacidad de sorpresa tuviera un límite y ya lo hubiésemos superado, porque no damos crédito a más payasos. Todo ello contribuye a una sensación de impotencia colectiva. Estamos anestesiados, vemos que el sistema no funciona, que los controles flaquean y que las instituciones reaccionan tarde y mal, pero al mismo tiempo no encontramos el canal, ni el espacio ni la fuerza para articular una respuesta de protesta que vaya más allá del comentario indignado.

No podemos permitir que la corrupción política se convierta en un mal endémico asumido, ni que la comercialización de objetos que perpetúan imaginarios de abuso se integre en lógicas comerciales que quieren parecer neutras. En ambos casos, el reto es recuperar la capacidad de reaccionar, fiscalizar, presionar y exigir cambios reales. La resignación es, en realidad, la victoria de lo que nos indigna, y si la aceptamos, dejamos de defender no solo a unas instituciones públicas dignas, sino también a unos valores éticos básicos que deberían ser innegociables.

Hace demasiado tiempo que debería haber llegado el momento de preguntarnos sin contemplaciones qué nos está pasando y qué estamos dispuestos a hacer para solucionarlo, porque la corrupción ya forma parte de nuestro paisaje social y el problema ya no es que haya corruptos o productos aberrantes, el problema, señores, señoras, señoros y señoris, el problema somos nosotros, que hemos renunciado a combatirlos.

stats