El magnate Elon Musk junto al expresidente Donald Trump.
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La conversación entre Elon Musk y Donald Trump en X (yo todavía llamo Twitter, y también llamo tuits de las publicaciones, y encuentro chocando el mensaje según el cual tal usuario “se ha republicado”) acabó siendo esencialmente un monólogo, abstruso como todos los que hace, del candidato republicano, con el asentimiento –mudo la mayor parte del tiempo, explícito en otros momentos– del dueño de los coches Tesla. A pesar de tratarse de dos de los egos más hipertrofiados de todo Occidente, no hubo choque, sobre todo porque Musk se reservó un papel subalterno: se limitaba a servir, o incluso a hacer de espáring, a quien no dejaba de ser su invitado, que iba desgranando su repertorio de falsedades y conspiranoyas, a las que Musk se abonó con vehemencia.

Musk es la demostración de que una educación de élite, ni tampoco una inteligencia capaz de llevarle a anticiparse a muchos en el ámbito de la movilidad y las comunicaciones, ni siquiera figurar en el primer puesto de la lista Forbes de las diez personas más ricas del mundo, no eximen a nadie de caer en las tentaciones de la vanidad más plebeya, en la necesidad de hacerse notar y de llamar la atención difundiendo ideas que se supone que son rompedoras y sencillamente resulta que son falsas. Recientemente, por ejemplo, en declaraciones a medios ya través de sus propios tuits, Musk se ha hecho abanderado de la transfobia, o ha vaticinado como "inevitable" una nueva guerra civil americana (uno de los catastrofismos predilectos del trumpismo, recogido recientemente en el film Civil War de Alex Garland).

A Trump se le ha desvanecido el triunfalismo con el que empezó la carrera electoral contra Biden, porque ya no compite contra Biden, sino contra una Kamala Harris que durante la legislatura anterior fue considerada un personaje secundario y sin voz, y que ahora se ha revelado como una aspirante a la presidencia pletórica. El momento álgido que significó para Trump sobrevivir al atentado fallido de Butler, Pensilvania, se apagó rápidamente: hoy hace apenas un mes de aquello, y parece que haga una eternidad. E incluso el tándem que forma Harris con su aspirante a vicepresidente, el actual gobernador de Minnesota Tim Walz, aparece bastante más robusto que el de Trump con JD Vance, un escritor con ínfulas de padre de la patria.

El discurso de Trump, que fue disruptor y desafiante, ahora suena viejo y superado. Le sucede un poco también a Musk: abrir a Trump las puertas de Twitter, o X, en aras de la libertad de expresión, puede haber parecido un sofisma hábil, pero tiene el inconveniente de mostrar el latón fácilmente. La voluntad de ser políticamente incorrecto se ha convertido en un lugar común, hasta el punto de que a menudo, lo que se presenta como incorrección política no es otra cosa que una expresión de conservadurismo del más rancio. Nada incisivo, ninguna idea que cuestione el poder, cuando la incorrección política resulta ser la retórica de los poderosos tal y como siempre se habían entendido: abusadores y mentirosos. Y débiles y asustados, cuando los vemos apoyarse el uno en el hombro del otro.

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