Va con una bata de tonos azulados, de esas que vienen a los mercados, y seguro que debajo sólo lleva la ropa interior. Aprovecha el fresco de la mañana –son las siete– para regar las macetas, alineadas a lo largo de la fachada. Los hay que son botes de aceitunas, los hay de plástico, y los hay de barro. Todos están encima de un soporte de madera, ya se adivina que por no hacer humedades. Ahora riega el geranio, todo florecido, y aprovecha para sacarle una hoja seca. Luego, riega las dimorfotecas –estas flores que parecen margaritas, y que crecen muy bien todo el año– y las clavelinas. Enseguida vienen mariposas, quizás atraídas por el olor. Todos los vecinos de este pueblo, como de tantos otros, hacen esto con perfecta naturalidad: exponen las macetas en la calle y en las ventanas de la fachada principal.
“Buenos días”, dice. “Buenos días”, digo. Y, claro, cuatro banalidades del tiempo, las que dices para no entretenerte, ni entretenerte. "Ahora hay que aprovechar, que después el calor...". Le pregunto el nombre de alguna de las plantas. Y cuando me lo dice –sabe muchas plantas, y es un conocimiento que quizá no transmitirá– añade: “¿Quieres que te dé un esqueje?”. Y ya corta, y ya entra un momento, y sale con un pedacito de papel de plata para envolver.
La expresión “para hacer hermoso” sólo la hemos oído decir a la gente mayor. Y estas macetas –que alguien de ciudad podría tener miedo de que le robaran– son “para hacer hermoso”. Esta mujer, como otras de este pueblo, no es que no tenga otro sitio para las macetas; todas las casas de por ahí tienen salida oa veces mucho trecho, con huerto incluso, en la parte trasera. Y en todos estos sitios tiene plantas. Por eso, esta idea que a ella le sale tan natural, de poner flores en la calle, sólo para alegrar la vista de los yendo y venideros, me pone la piel de gallina, me emociona, por innecesaria.
